Como siempre, claro, prefiero esperar a conocer su opinión del mismo una vez que lo lean, ya sea por este medio, por Facebook, Twitter, etc.
Estoy posteándolo un poco más tarde de lo que tenía previsto debido a que el sábado pasado fue el cumpleaños de mi hijo, FerYo, así que salimos de paseo al zoológico de Aragón, el domingo también hubo cosas que hacer y apenas hoy volví a ponerle atención al blog. Gracias por su paciencia. Recuerden también que con todo gusto responderé cualquier pregunta que tengan sobre la historia y sus personajes.
Ya sin más que agregar, les dejo el texto y ahí os seguimos leyendo. ¡Los quiero!
1ª Lección: No
confíes en tu nueva especie.
La
nueva cazadora había despertado. Lo que ahora necesitaba era ser instruida
sobre su nueva naturaleza.
Juana
y Elena le explicaron entre otras cosas aquello que daba origen a lo que, a
partir de entonces, serían sus objetivos, aunque no había mucho que explicarle
con respecto a lo que significaba cazar y lo que haría después: su instinto
parecía ser autodidacta y muy desarrollado, ya que había comido la sustancia de
las almas moribundas de algunos niños del orfanato, razón por la cual, al ser
descubierta, había sido tan cruelmente expulsada.
¡Y
sin motivo en realidad! La niña no era ningún demonio. Su nueva naturaleza le
daba la capacidad de entender el lenguaje de los bebés con la misma claridad
con que los adultos se entendían entre ellos. Aunque resultara algo difícil de
asimilar, esos niños le habían dicho lo mucho que estaban sufriendo y lo
desesperadamente que necesitaban su ayuda para el alivio de su dolor.
El
problema había sido que las monjas, con todo y sus buenas intenciones y
caridad, no dejaban de ser mujeres adultas sin ningún poder particular y con
otro tipo de creencias, además no entendían ese lenguaje especial infantil,
sólo lo interpretaban tanto y como podían. Simplemente el haber visto a los
niñitos expirar justo después de escuchar cantar a la pequeña cazadora… Uno
hubiera sido casualidad, dos coincidencia, pero cinco bebés muertos en un mes
bajo las mismas circunstancias, para ellas resultó cosa del demonio.
Las cihuanteteo le enseñaron también a
regurgitar correctamente las dos últimas almas infantiles que había ingerido.
Las tres primeras habían sido un desafío físico y emocional.
La
primera vez, al darse cuenta de lo que acababa de hacer, salió huyendo del
cuarto de cunas. El bebé seguía vivo al salir de allí, aunque se había puesto
pálido y había caído en un sueño profundo. Apenas la niña se había alejado un
par de metros cuando sintió que algo se le retorcía dentro, a mitad de camino
entre sus pulmones y el estómago; como una nuez allí atorada. Primero se sintió
tibio y movedizo, gradualmente fue bajando de temperatura hasta llegar a un
frío tan intenso que quemaba su esófago.
Sor
Rebeca había visto a Milagros entrar al cuarto de los bebés, había escuchado
que les hablaba y también la había escuchado cantándoles, cosa que la
enterneció sobremanera. Se había llevado un susto de muerte al ver salir a la
niña salir con rapidez y después de un silencio repentino en la habitación para
luego verla desplomarse inconsciente después de vomitar.
Al
arrodillarse junto a Milagros, no reaccionó al pasar junto a ella lo que
parecía un reluciente cascabelito de plata orbitado por dos pequeñas plumas
grises y un trocito de cuerda que salieron disparados hacia la habitación de
donde acababa de salir la niña.
—Sabe
extraño y al menos dos me hicieron desmayar —comentó Jacinta, con Paco
acurrucado en su regazo. Su voz ya no era la de una niña precisamente: se había
vuelto un sonido hueco y silbante como el de una serpiente, aunque no por eso
resultaba desagradable en absoluto, sólo un poco triste— En esos casos sentí
como que algo me quemaba muy fuerte, pero muy rápido, así nomás…
—
Esas eran almas de niños varones, por lo tanto, eran tlaloques trueno —explicó
Elena— Una vez que se disuelve la pulpa de la que vos te alimentas queda al
descubierto la semilla del alma, o cascabelito
brillante como le llamaste. Si no lo
regurgitas, se defenderá liberando su poder. Las lloronas chocaccíhuatl son resistentes a estas descargas de energía, además,
como su interior es tan negro, podrido y frío, esto corrompe la superficie,
debilita la semilla y finalmente la desintegra, quedándose la maldita con la
energía que ésta liberó. Nuestro cuerpo —continuó señalándose a sí misma y a
Juana— está hecho para disolver la pulpa energética y con ella alimentarnos. Al
llegar a la semilla, la escupimos de inmediato, pues está en nuestra naturaleza
encontrar su sabor y consistencia nefasta para nuestro gusto… Es algo
complicado como para que te lo explique en este momento, pero habrá tiempo
después…
— ¿Y
yo? —Preguntó entonces la joven cazadora— ¿Qué ocurre conmigo y las almas?
—La
descarga se libera para mantenerte del lado correcto del camino a ti y a todos
los cazadores —respondió Elena de inmediato. Y sin darse tiempo para ser
gentil, prosiguió con toda franqueza—. Como te habrás dado cuenta, tus
congéneres no suelen estar bien de la cabeza. El morir y regresar, el perderlo
todo, al cambiar de repente siendo seres muy jóvenes y encima agregando los
golpes emocionales que los llevaron a la muerte… Creo que eres la primera que
conozco que no recibe su instrucción desde un rincón rascándose las venas de
las manos o balbuceando incoherencias —suspiró con molestia—. Más tarde o más temprano
van asimilando la situación, hablan correctamente, desarrollan su fuerza y
distintas habilidades para poder atrapar y comer una presa, pero todos suelen
tener la mirada ida, muchos siguen con alucinaciones o hablando incoherencias.
Algo al parecer se les queda roto ahí en la mollera. Sólo piensan en sí mismos
y en ser mejores cazadores que sus congéneres. Olvidan por completo la razón
auténtica de estar cazando lloronas…
—¿Por
qué lo hacemos? —murmuró Jacinta Milagros al ver que Elena no continuaba. Esta
vez, fue Juanita quien respondió:
—Por
tu libertad, mi vida, por tu libertad… Los cazadores son los hijos
sobrevivientes de las que se convirtieron en chocaccíhuatl. Cada quién debería estar buscando a su progenitora,
al igual que las cihuanteteo buscamos
con todo nuestro corazón a nuestros hijitos perdidos —al decir esto, hasta la
mirada de Elena pareció más cálida y dulce ante el recuerdo de una criaturita
que no llegó a abrazar, besar ni disfrutar lo suficiente— Lo que ocurre luego,
no preguntes, porque no sabemos. Igual si algún otro cazador se come a tu
llorona, ’tamos a oscuras, pero tú cuídate mi quimichíne, aguantas más la yunta, pero no dejas de estar viva…
—Eso
es lo único que realmente posees ahora: tú fuerza, tu vida, tu misión... Y tú
esperanza de obtener algo mejor al final—concluyó Elena.
Jacinta
pensó detenidamente en todo lo aprendido durante esa noche. Sinceramente, tenía
mucho miedo del porvenir. La cosa estaba en que su rostro parecía ya incapaz de
reflejar sus emociones internas. Si quería sobrevivir tendría que aprender a
pelear. Lo interesante sería encontrar quién le enseñara.
Juana
y Elena quedaban descartadas ya que, siendo fantasmas, nadie podía hacerles
realmente daño, además no era lo que pudiera considerarse gente agresiva. Si
bien Juana había sido guerrillera en vida, todo eso quedaba muy atrás, eso sin
mencionar el hecho de que la indita había peleado con rifle y con pistola,
nunca cuerpo a cuerpo.
La
joven cazadora pasó el resto de ese día y el siguiente dándole vueltas a la
cuestión, deseando con todas sus fuerzas no encontrarse con una llorona chocaccíhuatl en un futuro cercano, o
sería presa extremadamente fácil para lo que debía ser su alimento.
Lo
que sí quiso, fue ir a rondar el Nuestra
Señora del Socorro, ver si Rodrigo estaría bien, si alguien más había ido a buscarla.
Siendo
cazador, aprendió que el tiempo no parece tener el mismo significado que para
la gente común.
La
niña tardó un día y medio en regresar al lugar de donde la habían echado,
sorprendiéndose un poco de no tener hambre aún,
mientras veía por aquí y por allá a todos los adultos e incluso otros
niños correr de aquí para allá. Todo mundo tenía prisa de llegar a algún lugar…
Estando como observadora, encontró todo aquello caótico y sin sentido. Era
extraño para ella el pensar que a partir de ahora, no volvería a estar
encerrada entre cuatro paredes. Que su nuevo territorio era ahora tan
increíblemente basto. Casi incluso se mareó al ver el cielo abierto y amplio…
Su fobia al espacio abierto casi había desaparecido del todo.
Se
preguntó si Rodrigo se convertiría en un muchacho y un adulto así de ocupado.
En su interior, rogó porque así fuera. Deseaba que al menos uno de los dos
tuviera una vida normal…
Andando
a buen paso, sin llegar a tener la prisa de la gente a su alrededor, la pequeña
cazadora de lloronas fue pronto capaz de divisar la barda que rodeaba el Nuestra Señora del Socorro. Más cerca
aún vio la reja negra de hierro del patio de enfrente.
Se
detuvo antes de cruzar la calle al escuchar una voz airada de hombre,
proveniente del orfanato. Luego vio salir a un hombre por la puerta de la
oficina principal: llevaba una muleta y collarín ortopédico. Estaba furioso,
pero eso hizo exaltarse a la niña, casi consiguiendo hacerla sonreír: conocía a
ese hombre.
Justo
daba el primer paso de lo que sería una veloz carrera para cruzar la calle, una
mano la sujetó por la muñeca y tiró de ella para ocultarla detrás de un auto
estacionado.
—¿A
dónde crees que vas, tú? —aquél hombre vestía más desarrapado que ella, y sin
embargo no despedía la característica peste a vago. Sin lugar a dudas, aquél
era otro cazador.
La
niña respingó cuando el hombre que había salido del orfanato atravesó la otra
calle y gritó:
—¡Jac!
¡Jac! ¡Jacinta! —la niña se sacudió la mano del otro cazador de lloronas. Y se
puso en pie.
—¡Anda
—retó aquél— ve y alcánzalo! Pero antes, mírate un poco: ya no eres humana, ya
no perteneces a su mundo. Quiero verte sobrevivir como cazadora y como niña.
¿Qué harás? Se olvidarán hasta de alimentarte o te impedirán cazar. Estamos
hechos para ser invisibles, para ser ignorados… ¿Cómo sobrevivirás si no puedes
obtener ninguno de tus alimentos?
A la
niña no le importaba. Quería acercarse para mostrarle que estaba bien, pero el
cazador tenía razón. Al tratar nuevamente de cruzar, estuvo a punto de ser
arrollada por algunos autos que ni siquiera accionaron el freno ni tocaron la
bocina.
La
pequeña cazadora razonó por un instante y acabó contemplando su distorsionado
reflejo en el automóvil estacionado. Ciertamente se veía normal, pero los autos
no se habían inmutado de su presencia. Tal pareciera que la niña era invisible.
—Él
nos quiere —balbució. El otro cazador resopló, levemente burlón.
—¿Por
cuánto tiempo? Eres nueva en esto, pero tu poder no ha hecho más que despertar.
En poco tiempo aumentará y no importa lo mucho que te quiera, empezará a pasar
por alto tu existencia. Neta que no es mala fe. Simplemente los cazadores no
estamos hechos para vivir como personas normales, aunque existamos entre ellas…
Ya no perteneces a su mundo.
—Ya
no… pertenezco —murmuró ella, empezando a descubrir la realidad de las cosas.
—Ven
—dijo él, tomando la mano sana de la pequeña y tirando de ella. Jacinta
Milagros respingó pero no opuso resistencia— Yo te mostraré lo que eres ahora.
Puedes llamarme H… Es algo difícil de explicar el porqué, pero al rato lo
entiendes.
Cuando
H le preguntó su nombre, ella miró por última vez al hombre lastimado que ya
desaparecía dando vuelta a la esquina y, con una punzada en el corazón,
murmuró:
—Flor.
—Pero
ese hombre te está llamando Jacinta —miró a la niña a los ojos y los encontró
serios, resueltos e intensos. H sonrió satisfecho— Bien. Ya vas entendiendo.
Jacinta
sintió algo desagradable en el estómago al seguir a su nuevo mentor, pero lo
atribuyó al nuevo cambio de vida y a los gritos lejanos que le encajaban una
puñalada con cada repetición de su antiguo nombre. Quique y Paco, desde cierta
altura, habían visto todo y, al ver a su hermana alejarse, la siguieron. Paco entornó
los ojitos, suspicaz y retuvo a su hermano de reducir la distancia que los
separaba de su hermana y el otro tipo.
La
primera lección que H le dio a Jacinta fue lo realmente descarado que podía ser
un cazador. El tipo le arrebató un paquete completo de cigarrillos a otro
hombre que salía de un edificio elegante de oficinas, dejándole sólo el que
tenía en los labios y que acababa de encender. El oficinista miró indignadísimo
a H por unos segundos, durante los cuales, el cazador de lloronas le hizo una
seña muy obscena con la mano, le gritó “¡Huevos!” y finalmente se alejó bien
campante hacia donde estaba la niña, que tenía las cejas arqueadas de sorpresa.
Como la gente en la calle seguía caminando, pronto ambos cazadores acabaron
parcialmente ocultos.
—No
pongas jetas y mira —dijo H.
El
oficinista seguía mirando hacia ellos pero, casi nada después, aspiró el humo
del cigarro que le quedaba y exhaló después de sacarse el cigarro de la boca.
Todo gesto de molestia se había desvanecido de su rostro. Más bien parecía
estar pensando en cualquier otra cosa. Finalmente pareció responderse solo
alguna cuestión mental y agarró camino, hundiéndose entre el resto de la gente.
—¿Lo
ves? A los cazadores nadie nos recuerda, excepto otros cazadores, lloronas y tlaloques
—explicó H a Jacinta. H sonrió maliciosamente— Al próximo le saco el
encendedor…
Lo
siguiente fue explicarle que las máquinas como las cámaras y grabadoras también
eran capaces de registrar su existencia, pero que podían ser alteradas si
tenías el poder adecuado.
—Mira
esto —le dijo H un par de horas más tarde, en una tienda de 24 horas. Tomó un
cartón de cervezas, algunas frituras, galletas, jugos, leche y algo de atún.
Tomó la mano de Jacinta, la arrastró con él hasta la puerta del local y allí la
soltó— Cubre tus oídos —le indicó.
Antes
de que la niña terminara de entender, H tomó un poco de aire y su boca se
movió. Entonces supo por qué debía cubrirse: Un zumbido espantoso, como el de
una tele a todo volumen fuera de sintonía, seguido de un chasquido igual de
poderoso se escuchó. La pantalla de vigilancia, que en una de sus cuatro
divisiones mostraba a los cazadores, parpadeó, chispeó y se apagó. Dos de los
pobres dependientes se tiraron al piso, el tercero, que acomodaba mercancía al
fondo de la tienda con los audífonos puestos, pegó un grito al recibir un
chispazo de su reproductor de sonido y se desmayó.
—¡Ups,
creo que me pasé! La neta que no tomé en cuenta a ése —dijo burlonamente H—
Bueno… Ya se las arreglarán. Al menos ya tienen pretexto para esto que les va a
faltar…
Jacinta,
de nuevo atónita, quiso ir a ver al tipo inconsciente, pero H la levantó con
facilidad y se la cargó al hombro después de haber guardado el botín en una
bolsa de la tienda.
—Regla
uno: no te involucres. No te lo agradecerán —le indicó H, mientras la sacaba
del lugar tranquilamente— Y no te preocupes, estará bien. No lo dije tan
fuerte. Murmuré apenas.
—¿Qué?
—preguntó la aprendiz sin entender.
—Eso
es lo que pasa cuando trato de decir mi nombre. Por eso sólo me llamo H… Te
dije que lo averiguarías, pero que era difícil de explicar.
H
cargó con Jacinta algunas cuadras y se metió a un edificio colonial en
remodelación. Básicamente un bonito nido de drogadictos cuando los trabajadores
no estaban. Subió hasta la azotea, donde finalmente bajó a la niña e instaló su
desmadre de comida robada.
—Puedo
apostarme que todavía ni siquiera ves una llorona de cerca. Comer una, menos,
así que seguro que ahora tendrás hambre. Lo mejor es que te alimentes ahora con
lo normal, ya luego tendrás oportunidad de probar a tu verdadera presa.
Habiendo
visto cómo obtenían la comida, Jacinta se sintió levemente culpable al sentarse
cerca de los víveres, pero H tenía razón: su estómago vacío ya (apenas)
empezaba a protestar. Justo que abría un paquete de galletas, los hermanitos de
la niña se acercaron revoloteando, como un par de palomitas.
—¿Y a
ustedes quién los invitó? —gritó H, levantándose de un salto, tratando de
ahuyentarlos, justamente como si fueran aves. Sin embargo, la niña se levantó
de inmediato y se puso entre los pequeños y H, quien, al mirar al más pequeño,
descubrió el parecido. No se le quitó el mal gesto, pero dio media vuelta y se
dejó caer de sentón al lado del cartón de cervezas— Carajo, pudiste decirme que
no eras hija única —gruñó a la niña, quien no respondió y ofreció a sus
hermanitos galletas del paquete que no había soltado.
La
pequeña cazadora se centró en atender a sus tlaloques: les destapaba el paquete
de galletas, o el envase de leche y cuidadosamente se los ofrecía en la boca
para no regar ni una gota. Les daba prioridad, aun cuando H le recordó que no
estaban vivos ya y que en realidad no necesitaban comer, mientras que ella sí.
Jacinta lo ignoró. Andaba tan metida en lo suyo que no escuchó mascullar a H: Esto me pone difícil las cosas.
Aun
cuando ella lo ignorara, H no perdía de vista ninguno de sus movimientos: El
cómo resolvía las discusiones entre los tlaloques por la última galleta, la
forma maternal con que les daba de beber la leche y jugaba haciéndoles cosquillas o pequeños besos.
Ambos tlaloques gritaban y reían, aunque su hermana no lo hiciera. Finalmente
el tlaloque más pequeño rechazó el cartón de leche y lo empujó hacia la boca de
su hermana para que ella bebiera. H se pasó la lengua por los labios entonces.
Luego el tlaloque pequeño abrió otro paquete de galletas, se arrodilló en el
regazo de ella y empezó a ofrecerlas a
su hermana para que las mordiera. H bebió su tercera lata de cerveza mientras pensaba:
Difícil, sí, pero hay manera. Sólo hay
que tener paciencia…
Los
dos cazadores y los dos tlaloques se quedaron el resto de la tarde en la azotea
hasta rendir cuenta totalmente de los comestibles. Las ocupaciones de un
cazador no eran demasiadas si no había una llorona cerca, así que, al llegar el
anochecer, cuando los tlaloques se posaron con ojitos de sueño en las rodillas
de su hermana, H dijo que no había problema de quedarse allí a dormir.
—Aunque
yo que tú, alejaba a los chamacos —advirtió— como están muertos, te provocarán
frío o el del mecate podría liberar un relámpago si tiene pesadillas.
Ella
lo ignoró y se acurrucó cerca del cubo de la escalera por donde habían subido
con ambos tlaloques entre sus brazos. H gruñó nuevamente y se tumbó al lado de
la niña.
—Si
pasa lo que te advertí, podré quitarte de en medio —dijo— Mejor yo que tú pa’
recibir el trancazo.
Cansada,
la niña cerró los ojos y se durmió. Pero descubrió que no podía soñar. Seguía
escuchando el alboroto de la calle previo a su silencio casi total. Podía
sentir sus ojos descansando y su mente también. Luego cayó un poco más profundo
y se llevó un susto de muerte al sentir que algo
gigante y cercano pasaba deslizándose a su alrededor. Se sentó de golpe
respirando con cierta agitación.
—Es
una de los bichos del Mictlán —gruñó
H con los ojos cerrados. Luego respondió a la pregunta no formulada— Estamos en
el mismo lugar, pero en diferentes dimensiones. Ya no vas a soñar como los
humanos nunca más. O son los ruidos de ese lugar, o los de este o los dos
mezclados… Apechúgalo y vuélvete a acostar…
Jacinta
tardó un rato en obedecer y cuando lo hizo, le costó trabajo relajarse lo
suficiente como para sentir de nuevo su cerebro y ojos descansando. Sin
embargo, al volver a dormir lo suficientemente profundo, ya no escuchó nada tan
cerca, ni tan grande.
Algo
que sí le pareció percibir fue otro tipo de sensación de vértigo, la vieja
sensación de miedo a algo que se avecinaba. También se sentía atrapada por algo
cálido.
Descubrió
lo que era al despertar: estaba entre los brazos de H como si fuera una muñeca.
Fue la segunda vez desde que lo conoció que sintió que algo estaba mal.
Descubrió que algo en su presencia, su contacto, algo en su escaso aroma la
incomodaba y la inquietaba.
Entonces
algo extraño pasó. Su cabeza se puso en blanco y escuchó una vocecita
desgraciadamente familiar susurrando con burlona malicia: Hija de tigre, pintita…
Ciertamente,
a pesar de lo vivido, la pequeña conservaba bastante pureza. No tenía demasiada
idea de lo que era el sexo, pero tampoco era tan inocente como para creer que
lo había hecho. En todo caso tenía la noción de que aquél estaba demasiado re pegado
para su gusto.
—Suéltame
H —pidió con la voz más firme que encontró en su garganta. H gruñó amodorrado:
—Ibas
a helarte —sin embargo la soltó, tal como ella quería y se rodó para darle la
espalda.
Jacinta
miró al otro lado y se encontró a sus hermanos durmiendo como los angelitos que
eran: Quique enrollado en su mecate —el cual soltaba una luz tenue y producía
un suave calorcillo— y a Paco flotando en el interior de su cántaro lleno hasta
el borde de agua. Esa precoz intuición suya no dejaba de alertarla de un
peligro cercano. Estaba segura que el problema era H. Tenía que tomar a los
niños y perderlo a aquél de alguna forma, pero tomando en cuenta eso de que
dormir ya no era sinónimo de desconectarse, tenía que encontrar otra forma.
Tenía que ponerse viva como nunca para encontrar la oportunidad. Mientras
tanto, lo mejor era aprovechar lo que pudiera aprender de su nuevo enemigo.
…
Una vez que el sol se hubo levantado un poco más en el
cielo, H se levantó de un salto.
—Vamos,
quiero probar qué clase de cazador eres, Flor —le dijo. Jacinta sintió un
vuelco en el estómago. Se preguntaba si la obligaría a hacer el tipo de cosas
que él había hecho el día anterior o, peor aún, la haría enfrentarse con una
llorona. No estaba lista para ninguna de las dos cosas.
Los
tlaloques, despiertos desde hacía rato, levantaron nuevamente el vuelo. Paco
tampoco tenía confianza en H, así que se reprimió completamente de hablar
aunque la cabeza le hervía de cosas que quería decirle a su mami. Particularmente el preguntarle si
estaba consciente de la mala vibra que producía aquél individuo. Asimismo,
tanto Quique como él, prefirieron volar a una distancia prudente: Lo
suficientemente cerca como para no perder de vista a su hermana, pero lo
suficientemente lejos como para evitar ser capturados.
Paco,
con ayuda de su maestra, la tlaloque Mai, había aprendido a sacarle mucho
provecho a su cántaro y recientemente había estado practicando su puntería con
diversos proyectiles. Su precisión aumentaba a mayor distancia. De nada le
servía estar pegado a las costillas de su hermana si iba a resultar tan útil
como un cuchillo en el corazón. Decidió simplemente dedicarse a observar y
prepararse para lo que fuera.
H
guió a su pequeña compañera por varias calles, alejándose de donde había
humanos normales aunque sin abandonar la ciudad, cosa que les hubiera tomado
demasiado tiempo. Al poco rato se encontraron en la resequedad de un amplio
parque público abandonado.
Para
fortuna y alivio de Jacinta, lo único que H quería comprobar era si ya sabía
transformarse a voluntad y la velocidad a la que lo conseguía.
—A mí
me tomó varias semanas para aprender a cambiar de trancazo —explicó— Se
entiende entonces que tardé ese tiempo en comer por primera vez. Los hermanos no son muy solidarios…
—Lo
sé —respondió la niña. Aún estaba razonando sobre qué tan competente debía
mostrarse con aquél cazador. No quería resultar dañada al permitir que le
tomara la medida… Se haría la torpe un poco. No demasiado, pero lo suficiente
como para ser subestimada en caso de emergencia.
Apenas
hizo bien. H había sido uno de los presentes la noche de su primera
transformación, aunque éste se había quedado al margen y se había largado
bastante antes del desenlace...
Uno,
dos, tres intentos en que el cabello de la niña pasó intermitentemente de
castaño a gris y finalmente dejó que la garra de acero tomó posesión de la
pequeña mano humana y los ojos finalmente adoptaron ese mismo tono gris de la
plata sucia. Esta vez ningún trueno perturbó el aire, ningún murmullo profirió
el viento. Tampoco hizo falta violencia o dolor para conseguirlo… A lo mucho
sintió un leve escalofrío en la nuca y en el interior del yeso que aún protegía
su brazo roto.
Por
primera vez observó a conciencia la forma que había tomado su mano. Podía ver
parcialmente a través de ella. Incluso podía ver, mejor que en las radiografías
que recordaba haber visto de su brazo roto, cada huesecillo de la mano ahí
encapsulada, aunque no podía ver las venas y los músculos eran apenas
adivinables en sus bordes como delgados hilos luminosos. La superficie de todo eso y las uñas lucían
de miedo, pero sabiéndose dueña de tal apéndice y habiendo visto otros iguales
en los cazadores de aquella otra noche supo que no había nada que temer.
Puedo confiar en mi propio cuerpo,
pensó.
Le
sorprendió bastante más el ver los mechones de cabello que le rozaban el rostro
y encontrarlos grises como los de la anciana vecina que vivía en el
departamento de enfrente al que ella y sus hermanos habían habitado hasta hacía
recién.
—
¿Sabes? —dijo H, acercándose sorpresivamente y sujetándola del mentón para
verla a los ojos, desde una distancia tan cercana que la niña podía sentir su
aliento y ver su rostro más de lo que le agradaba— Creo que eres la primera
niña cazadora que veo toda de gris: garra gris, pelo gris, ojos grises. Más que
Flor, debería llamarte Plata. ¿Tú qué opinas?
—Opino
que estás muy cerca y me pones nerviosos a los chamacos —dijo Jacinta
sacudiendo con brusquedad la cara para liberarse del agarre de H. Más tarde
ella se preguntaría de dónde había sacado tan repentinamente el valor y el
carácter para hacer eso mientras aquella misma mañana había tenido que rebuscar
muy hondo para pedirle a H que dejara de abrazarla.
H, al
perder contacto con la piel de la niña sonrió a medias socarronamente, mientras
cerraba y bajaba la mano con que la había sujetado.
—Incluso
tu voz es gris —dijo H—…y bastante sensual —agregó en un susurro. Jacinta no lo
había escuchado porque había dado media vuelta y tomaba ya algunos buenos pasos
de distancia.
Jacinta
volvía a analizar con cierta fascinación su garra espectral y comprobaba si era
capaz de sentir con ella acariciando el yeso de su brazo herido. Podía, pero
era diferente en una forma algo difícil de decir. Para tratarse de una piel tan
gruesa y tosca, resultaba sumamente sensible e incluso las uñas de la garra
podían transmitirle datos de textura, temperatura, todo. Lo extraño era que
sentía además una especie de suave y constante vibración que provenía de debajo
del yeso. Por curiosidad, para probar el filo de las garras, las encajó con
toda la suavidad que pudo en el yeso.
—En
la madre —musitó al descubrir que las puntas desaparecían casi con solo
posarlas en lo que había querido atravesar.
Descubrió
entonces que aquel nuevo sentido del tacto era más bien parecido a mezclar éste
con el de la vista. O algo así. Sentía los hilos de la venda y los gránulos de
yeso y tan solo entonces vio que debajo había una luz suave y blanquecina que
era lo que producía la vibración que había sentido antes. Al mirar con más
detalle, descubrió que se trataba de la vista-tacto de su brazo roto. Retiró la
garra queriendo probar con algo más… sólido. Descubrió un árbol solitario y no
muy grande detrás de una de las bancas del parque.
Apoyó
la garra en él y pudo sentir no sólo la textura de la corteza a un nivel
maravillosamente sensible, sino también el pulso de la sabia recorriendo el tronco. Probó a encajar las uñas. Fue algo
más difícil que con el yeso, pero no imposible, aunque no vio/sintió la luz
blanca que había encontrado en su propio brazo. Sí poseía un cierto fulgor,
pero era distinto y más opaco, delgado y oculto muy al fondo del tronco. Así
con las uñas enterradas en la madera, pudo percibir el aire que movía las ramas
y las escasas hojas que poseía y también la humedad pegajosa y fresca, el paso
de los gusanos e insectos que el árbol sentía cerca de sus raíces.
Repentinamente,
como un chispazo, Jacinta respingó y saltó lejos del árbol, apenas con el
tiempo exacto para impedir que H, que se había acercado lenta y sigilosamente,
la acorralara contra el árbol. Aquél tipo le caía cada vez peor.
H y
Jacinta se miraron unos instantes a los ojos. Jacinta estaba segura de que el
árbol le había enviado la señal de alerta. H por su parte estaba completamente
desconcertado. La niña se le había escurrido
fuera del alcance a pesar de su movimiento lento y su silencio. Jacinta
se dio cuenta de la expresión de H y comprendió que lo que ella acababa de
hacer no era algo que aquél pudiera hacer también.
H la
había considerado en un momento de guardia baja o distracción y por eso había
creído que podría acercársele. Por fortuna para Jacinta, H pensó que la niña lo
había escuchado al hacer crujir una rama diminuta o incluso que lo habría visto
de reojo. No lo razonó mucho, simplemente se quedó con esa teoría como
explicación.
Por
si las dudas, Jacinta pretendió quedar falta de energía y, entre cambios
intermitentes, volvió a la normalidad. Le sorprendía sobremanera darse cuenta
de lo fácil que le resultaba transformarse. Incluso le despertaba cierto
orgullo bastante saludable para su autoestima. Ahora ya tengo más fuerza, pensó. Ya nadie va a lastimar ni me va a quitar a mis chiquitos… Por su
parte, Paco pensaba más o menos similar. Ambos realmente creían en ello.
En
los tres días siguientes Jacinta siguió haciéndose la torpe escurridiza con H,
al mismo tiempo que le aprendía todo lo que podía obtener de él que pudiera
serle de utilidad. Había que admitir que la mayor parte de lo que hacía H con
su poder de cazador —producir zumbidos electromagnéticos al decir su verdadero
nombre, su poder para ser olvidado, su garra de cazador, incluso la habilidad
de producir leves chispas eléctricas al tronar los dedos— eran estupideces:
Robaba chucherías de los puestos callejeros y de las tiendas, molestaba
impunemente a quien se atravesara en su camino, se metía a cuanto sitio
quisiera sin importar los letreros de prohibición y dejaba dichos sitios patas
arriba. Pero lo que más parecía gustarle era manosear cuanta fémina se
atravesara por enfrente y robar cantidades ingentes de cigarrillos y alcohol de
todo tipo: de consumo humano como cerveza hasta del tipo médico o industrial.
—Es
mi digestivo —explicó H escuetamente—
Cuando comas tu primera llorona, lo entenderás…
—Si
tú lo dices —murmuró Jacinta.
Que excusa más pobre para ponerse hasta
atrás, pensaron casi al mismo tiempo Paco y Jacinta.
La
niña también, sin necesidad de gran explicación se había dado cuenta de que sus
necesidades alimentarias estaban cambiando. Para empezar, su estómago no había
reclamado por comida hasta poco más de un día y medio después del día que
conoció a H. E incluso antes de eso. En segundo lugar, ahora que volvían a
sentarse a comer un festín de comida robada —esta vez de un tianguis bastante
extenso y bien surtido—, lo que tenía enfrente no la saciaba del todo. Sentía
una especie de vahído parecido al del hambre y deducía que era una especie de
antojo, pero no podía rememorar o distinguir el sabor que podría saciarlo.
Pensó en cada una de las cosas que tenía ante sí, luego en otras que no había.
Nada causaba hacerla salivar o que le gruñera de verdad el estómago, así que
decidió rendirse de momento y dejó de comer.
Como
vio que H y los tlaloques tampoco comerían nada más, se levantó, tomó la bolsa
vacía del último robo de cervezas y vodka de su compañero y guardó allí toda la
fruta y golosinas que sobraban.
—Regreso
—dijo. No estaba pidiendo permiso.
—¿Vas
a devolver eso? —Preguntó H estupefacto— No seas estúpida. Te lo dije: Nadie te
lo agradecerá.
Jacinta
se había dado cuenta de que cuando estaba en modo cazador no tenía problemas
para soltar exactamente lo que pensaba, pero no se transformó del todo, sólo
los ojos tomaron el color gris por un instante.
—Es
mi problema ¿no? —Gruñó mientras emprendía camino, sin voltear a ver a H—
Ninguno de nosotros va a terminarse esto y no pienso tirarlo a la basura.
—Quiero
verte recordar de dónde tomamos todo. Seguro te equivocarás —se burló H— y ahí llegó tu buena acción del día: haciendo
más ricos a unos y dejando más jodidos a otros. Yo opino que o todos coludos o todos rabones…
—No
me conoces —fue lo último que masculló Jacinta mientras se alejaba, seguida de
sus niños.
Nada
mejor dicho. Jacinta tenía una excelente memoria. Aquello era un juego muy
fácil para ella.
Estas naranjas vienen del puesto al lado de
donde venden barbacoa, los duraznos que sobraron son del puesto de más
adelante, enfrente de los tacos de guisado. Los refrescos son del puesto de
carnitas con las mesas más largas… recordaba Jacinta al caminar entre el
gentío y los puestos. Era tan pequeñita que, sin problemas ponía las piezas de
fruta en las pilas correspondientes. Lo difícil fue convencer a los niños de
devolver algunos caramelos y galletas. Aún el seriecito de Paco empezó a hacer
pucheros. La niña dejó las cosas en su sitio dos o tres veces porque los
tlaloques volvían a tomarlas, e incluso agarraban algo más. La última vez,
Jacinta se puso seria, jaló a ambos niños al suelo y se arrodilló frente a
ellos a los pies del puesto.
—No
—dijo fuerte, firme y claro— Ya terminamos de comer por hoy y lo que resta
tiene que volver a su lugar. No somos ladrones y no vamos a tomar más de lo que
necesitamos. No tenemos dónde guardarlo —Paquito hizo otro puchero y Quique,
con expresión obstinada, no soltaba una barra de chocolate grande. Jacinta
suspiró algo desesperada, pero conmovida porque los entendía: hasta antes de
que su mundo quedara patas arriba, las veces que podían probar dulces eran muy
pero muy escasas. Sabía que Quique no negociaría por aquello que había agarrado
y tendría que probar otra cosa, pero Paco, con todo y que era el que más
centradito, era el que más cosas había echado en su cántaro y sería algo más
difícil de convencer. El secreto estaba en conseguir que él la mirara a los
ojos algunos segundos, pero resultaba difícil cuando el niño sabía la táctica y
miraba para cualquier lado aún si le sujetaban el rostro.
Jacinta
suplicó, ordenó, intentó razonar con él, pero Paco, además de evadir la mirada
de su hermana, ya empezaba a lloriquear con los ojos anegados.
—Ándale
chiquito —insistió Jacinta sin rendirse— puedes quedarte con uno si quieres,
pero devuelve el resto. Sé buen niño…Paco, amor, mírame cuando te hablo… Paco…
Francisco —dijo de último con mayor firmeza. Más en todo caso de lo que nunca
lo había hecho.
El
tlaloque no respondió bien a la pequeña rudeza y en el momento en que exclamó: ¡No! , Jacinta también pegó un grito y
retrocedió de un salto sacudiendo con fuerza la mano sana porque el niño se
había puesto repentinamente tan frío que la quemó.
Paquito
entró en pánico al ver la mano de su mami y encontrar sangre en sus dedos. Se
palpó el rostro y encontró pequeños pedazos de piel pegados a su mandíbula.
—¡Perdón,
mami, perdón! —se apresuró a decir el benjamín de la familia pegando un salto y
suave revoloteo hacia Jacinta para revisar el daño y corregirlo— Perdón,
perdón, no lo vuelvo a hacer mami —mientras soltaba toda clase de disculpas y
realizaba la curación con una mano y una pequeña jícara de hielo con agua
curativa. Extendió la otra y movió los dedos como si fuera una araña. Con esto,
cinco tentáculos de agua salieron del cántaro sujetando todos los dulces y los
devolvieron a sus sitios, exceptuando uno que Jacinta entregó en manos de Paco,
que tenía los ojitos anegados de lágrimas por el susto y la dulce sorpresa.
—Buen
niño, Paco —le dijo mientras lo abrazaba con suavidad y le acariciaba la
coronilla— Eres un buen niño.
En
ese momento, tal y como ocurren todas las ideas, Jacinta se dio cuenta de que H
no los había seguido, el tianguis estaba abarrotado y tenían la oportunidad
perfecta de escapar.
Retuvo
a Paco entre su brazo enyesado y el pecho y se levantó. Tomó a Quique por la
mano pegajosa cubierta de chocolate y trozos de envoltorio y tiró de él para
emprender camino en la dirección contraria a donde habían dejado al cazador
esperándolos.
Jacinta
no tenía idea de a dónde ir. Estaba muy lejos de donde había crecido encerrada
y no sabía cómo regresar a casa de Rosa... No sabía andar realmente por la
calle. La idea de momento era aprovechar al gentío para alejarse lo más posible
de H. Ya se le ocurriría cómo proceder después.
Quique
no quería caminar una vez descubiertas las delicias de volar, pero Jacinta, si
bien no podía mantenerlo en tierra, lo hacía volar lo más bajo posible.
Al
salir del lío de gente y puestos, se encontraron con la pared y rejas de un
parque deportivo algo descuidado: a través de los tramos con reja se veían los
campos más o menos cuidados de futbol y beisbol rodeados de zonas de pasto
altísimo, eucaliptos gigantes pero tristones y cosas así. Jacinta decidió
seguir la barda hasta encontrar una entrada. Esperaba poder ocultarse allí
algún rato hasta idear un mejor plan.
Encontraron
buen refugio en la bodega de material abandonada que había debajo de las gradas
más descuidadas. Había que admitir que, aún con la buena enjuagada que Paco dio
al lugar, seguía resultando un lugar desagradable de habitar, pero al menos ya
no tanto de oler.
—Sólo
será unas horas —explicó ante el gesto de desagrado de Paco— Necesito pensar un
poco.
—¿Sabías
que era peligroso entonces, mami? —preguntó el niño. Jacinta asintió después de
mirarlo con cierta sorpresa: le costaba un poco más acostumbrarse a que el,
hasta ahora, silencioso bebé se hubiera soltado a hablar tan rápido y con una
fluidez cada vez mayor. Aunque había que admitir que era tranquilizador el que
hubiera alguien más con quien hablar además de consigo misma.
—H no
solo es peligroso, es muy desagradable, pero no quería provocarlo a que nos
atacara…
Quique
pegó un chillido y levantó el vuelo. Paco también chilló y en reflejo
involuntario también se alejó al tiempo que H, como un león, saltaba sobre
Jacinta, sujetándola de la cabeza con la garra fantasmal y la aventaba contra
el lodo y pasto del suelo.
—¿Algo
como esto, pequeña perra? —Gruñó en el oído de Jacinta mientras apoyaba buena
parte de su peso en la pequeña cabeza —No te me ibas a ir tan fácil, ¿captas?
—la soltó por un segundo sólo para girarla cara arriba de un manotazo,
acorralándola entre sus brazos y el suelo. Jacinta trató de retroceder pero H
puso la rodilla entre las piernas de la niña atrapándola por la falda.
El
tipo sujetó a la niña de la barbilla y puso su frente contra la de ella. Los
ojos de cazador de H eran amarillo pálido y su cabello no cambiaba la gran
cosa: del castaño casi negro pasaba a un tono gris ceniza bastante oscuro. Al
hablar de nuevo al oído de Jacinta, su tono era menos agresivo.
—Se,
naturalmente que soy una criatura desagradable, que no tengo demasiados modales
y esas cosas, pequeña… La cosa está en que esto es simple apariencia: puedo ser
un maestro muy chingón, comprensivo, amable si quieres, pero si me haces
encabronar…
La
levantó en vilo por el cuello y la estampó contra las gradas con violencia.
—¡Entonces
sí te va a cargar la chingada! —Le gritó— ¿Entendiste pequeña est…? —H se
interrumpió al recibir un tajo importante en la mejilla y en uno de los brazos
provocados por dagas de hielo que Paco, en un arrebato de pánico y valor, había
lanzado.
H
enfureció y volteó una bofetada a Jacinta.
—¡O
apaciguas al pequeño bastardo o aquí quedas! —le gritó. Paco se quedó estático
de rabia y miedo. Jacinta no podía hablar: además de que H le tenía obstruida
la garganta, tenía bastante lodo y un mechón de cabello en la boca. Sentía
náuseas y dolor. Si abría la boca, estaba bastante segura de vomitar y trataba
de contenerlo. Lo único que atinó a hacer fue dar una cabezada mirando a su
hermanito, que a pesar de la furia, no vio otra opción que obedecer.
—Ahora
haz que el cabrón cierre las heridas que me hizo —ordenó H apretando un poco
más el cuello de Jacinta, a quien se le escapó una lágrima de dolor. Se vio
obligada a dar una nueva cabezada y Paco, a regañadientes, se posó en el suelo.
Paco
tenía pensado curarlo manteniendo la máxima distancia posible con el cazador,
pero H no tenía la misma idea.
—Ven
aquí —tarareó H justo cuando empezaban a surgir los tentáculos de agua del
cántaro del niño. Jacinta empezó a temblar.
Cómo no tengo cerca más variedad de plantas,
pensó Paco. Así como era bueno para curar, no le sería difícil hacerse de
un veneno de acción rápida… si tuviera los ingredientes para ello. Simplemente
no se le había ocurrido antes.
H se
dejó caer de sentón en el suelo, jalando consigo a Jacinta, que con el trancazo
que se acomodó al golpear contra la rodilla de su enemigo, no pudo evitar
escupir el lodo y cabellos que tenía en la boca. Por fortuna no vomitó sobre H,
que si no…
El
cazador repitió la orden y mientras Paco se acercaba, reacomodó su mano en la
nuca de la niña y la obligó a tumbar la cabeza sobre su muslo.
Habrá que pensar en otra cosa, pensaron
Jacinta y Paco. La cosa no había salido nada bien.
A
partir de ese día, Jacinta podía sentir la mirada y la atención de H puestos en
ellos. A pesar de que su actitud volvía a ser burlona y pueril, H ya no
permitía que se alejaran los tres juntos. Sabía que los tlaloques no se irían
sin su hermana ni la pondrían en riesgo e igualmente era obvio que Jacinta no
abandonaría jamás a alguno de sus hermanitos. Pero por encima de todo, H
parecía darse cuenta que el nexo más fuerte era entre la niña y el benjamín,
sin mencionar que eran los más lentos. El mediano era algo más bruto, pero ya
con los nervios alterados, huía volando como un relámpago al primer movimiento
brusco a su alrededor.
…
Paco
sentía una particular aversión y terror por H, sin embargo se los tragaba
amargamente y procuraba hacerse el más lento y ser él quien quedara en poder
del cazador cada vez que éste tendía la mano para atraparlos. Su hermana sufría
lo indecible cada vez que veía al más pequeño de sus angelitos bajo el brazo de
H, apartado de su cántaro, mordiéndose los pequeños labios y conteniendo las
aterradas lágrimas.
Aleccionada
por la experiencia que había tenido con su madre, Rosa y lo que éste rufián les
hacía ahora, iba y regresaba de lo que necesitara o lo que le ordenara H en una
fracción del tiempo que ocuparía en una situación de calma. Dichas necesidades
solían ser ir por comida para ella o bebida para H.
Aunque
había ocasiones en que atrapaba al pequeño y obligaba a Jacinta a cambiar
lugares con el niño para hacerla practicar sus habilidades. Paco sufría mucho
porque era cosa de verla pelear y pelear en clara desventaja con su mentor por muchas horas, sin comer, sin beber,
sin descansar… Y Paco tuvo que aprender a cerrar los ojos, cubrir sus oídos
para soportar los días de prácticas.
La
primera ocasión quiso intervenir y H alzó a Jacinta por los cabellos y amenazó
la pequeña garganta expuesta con una de sus garras.
—Yo
decidiré cuando sea suficiente, ¿entendiste, tlaloque? —había dicho H, mientras
le hacía una ínfima herida de advertencia en la mandíbula a Jacinta.
Paco no quería volver a poner en riesgo a su mami de esa forma. El
envenenamiento también le había quedado descartado a pesar de las oportunidades
porque cualquier cosa que agregara al agua influía en su color y sabor. No iba
a arriesgarla a ella tampoco a resultar envenenada por tener que beber lo mismo
que H al hacerla de catadora.
Necesito a Mai, pensaba Paco en una de
tantas noches en vela. Recuerdo que ella
puede hacer sus preparados sin mover las
manos y sin color ni sabor… Asustado, confundido y necesitado, Paco sorbió
por la nariz todo lo discretamente que pudo y suspiró aovillado en el interior de
su cántaro.
Si fuera más grande, podría ir y volver en
una noche a buscar ayuda, pensaba el pequeño. Si fuera más fuerte, podría llevar a mami conmigo, y él no nos
alcanzaría porque no puede volar…
Pero
Paco no era ni grande ni más fuerte. Alado y todo, pero sólo era un bebé. Lo
único que podía pensar de momento era en no dejar a su mami sola con aquél
sujeto horrible. Estaba determinado… O al menos así lo era.
Tláloc
tenía otros planes. Justo por entonces empezaba ya febrero y con él llegaban
las lluvias. Y ningún tlaloque puede resistir al llamado de su señor…
Una
tarde, por primera vez, H amaneció particularmente serio y estricto. Levantó a
la niña a empellones y se lo veía inquieto como perro mirando la vitrina de la
carnicería.
Jacinta
también había sentido un escalofrío recorriendo su espalda y apenas, un tipo de
apetito que no había sentido jamás.
—Prepárate
mi Florecita y ponte trucha. Nadie va a darte de comer en la boquita, ni
siquiera yo —le aconsejó H a Jacinta, para acto seguido transformarse y echar a
correr.
Lo
único lógico que consideró la niña fue imitarlo. Tenía miedo del
enfrentamiento, pero la boca se le hacía agua con sólo pensar en la palabra llorona. Decidió ya no razonarlo, simplemente dejó a su
nuevo instinto actuar y corrió todo lo rápido que pudo para alcanzar a H,
seguida de Quique y Paco.
El
cielo se empezaba a nublar…
…
—¡Pero
qué chingón! —cantó H al ver una pequeña lucecita gris-blanquecina a la
distancia— No hay carnales cazadores a la vista —estaba tan gozoso de la
oportunidad, que casi bailaba e incluso
se portó algo más decente al darse cuenta de que la niña se iba rezagando, pues
se frenó, la esperó y luego la sujetó de la mano para llevarla a todo correr
como si tratara de empinar un papalote.
En
algunos segundos, Jacinta pudo ver bien por primera vez aquello que se
convertiría en la presa de su nueva vida.
H
frenó con brusquedad y soltó a la niña sobre un pasto alto.
—¡Hey,
mamacita! —Gritó a la llorona que de inmediato volteó— ¡Preciosa, vamos a cenar!
Jacinta,
oculta entre la hierba alta, pudo ver al espectro gruñir y bufar y su hermoso
rostro demudarse en el de una carcomida momia antes de huir.
—¡Pícale,
chamaca taruga! —Le gritó H a Jacinta para que se levantara y lo siguiera
nuevamente— El que ataca primero, escoge y traga antes.
Nuevamente,
Jacinta dejó actuar al instinto. De alguna forma, sabía lo que tenía que hacer
y cómo hacerlo. Mientras H corría siguiendo el mismo camino que la llorona,
como lo haría un chita, Jacinta observó unos segundos y pudo predecir la
trayectoria que el fantasma tomaría a continuación, así que se adelantó a pesar
de los insultos medio ahogados de H sobre que iba en la dirección equivocada.
La
niña incluso volvió a su aspecto normal. Estando oculta por el pasto, era
seguro que la llorona no la hubiera visto, así que caminó aparentemente
distraída hacia donde previó que el espanto se movería y la vería.
Un
poco más bruscamente de lo que esperaba, el fantasma —que venía mirando por
encima del hombro para mantener ubicado al cazador—, chocó con la niña y ambas
rodaron aparatosamente por el pastizal.
Cuando
Jacinta abrió los ojos y se apartó los brazos del rostro, se encontró atrapada
contra el suelo por la llorona arrodillada a horcajadas sobre ella y la miraba
fijamente como si no pudiera creer la suerte de encontrar una presa fresca tan
a la mano. Su rostro volvía a ser hermoso, pero sus manos estaban convertidas
en garras y sujetaron a la niña por los brazos contra el suelo.
Jacinta
y la llorona se miraron unos instantes. H trotaba hacia ellas, pues se había
cansado por su impulsiva persecución del espectro.
La
llorona soltó el brazo izquierdo de la niña y acarició casi maternalmente con
el grotesco y helado dedo de su garra la suave mandíbula. Jacinta se había quedado
quietecita y miraba el cuello, el cuerpo y la postura de la llorona como si
estuviera hipnotizada, lo cual no era muy alejado de la verdad: era un ser
hermoso y el perfume que surgía de ella le hizo agua la boca.
Para
lo humanos normales es un aroma chocante e intenso, como de flores podridas o
cosas peores, pero para un cazador, el aroma de una llorona es tan apetitoso
como el de la carroña para una hiena.
La
fantasmal mujer, que había estado murmurando palabras dulces en una lengua
indígena a la niña, mientras preparaba su garra para lanzar el golpe mortal, se
paró en seco al chocar su mirada con la de la niña: algo no estaba bien en esa
situación. La criatura estaba demasiado calmada para lo que estaba pasando. Ni
siquiera se le había alterado el pulso o temblaba…
Como
en una película de horror —para la llorona, al menos—, el fantasma escuchó el
estómago de la niña gruñendo. En fracción de segundos la llorona vio el cabello
y ojos de la pequeña degradarse de café a gris.
A
cámara lenta, la llorona se vio empujada por la niña al sentarse. Mientras caía
de espaldas, pasando de cazador a presa, el espectro vio la boquita de Jacinta
entornarse. Al llegar finalmente al suelo, la llorona sintió los dientes de
leche de la niña hundiéndose en su cuello y mordiendo con fuerza. No tuvo
oportunidad de gritar pero arañó desesperadamente la espalda y brazos de su
enemiga hasta que H les dio alcance finalmente y le atravesó el pecho al
fantasma con su garra espectral y ésta quedó lacia, doblemente muerta.
Como
un león, H quiso arrebatarle la presa a Jacinta, pero ella no dejaba de morder
el cuello fantasmal ni se quitaba de encima.
—¡Órale,
cabrona, tú no necesitas tanto! —le gritó H al tiempo que la quitaba de encima del cadáver de llorona
con una patada. Jacinta no rechistó, se dedicó a reacomodarse a un lado y
siguió mordisqueando el cuello de su primera presa.
Cuando
H le dio una nueva patada que la sacó rodando poco más de un metro, Jacinta se
acuclilló en el sitio con la cabeza de la llorona entre las manos y se puso a
comer.
Puro
instinto. Jacinta estaba en una especie de frenesí alimenticio y no razonaba en
absoluto las cosas. Mordía, mascaba y tragaba con rapidez, sin fijarse en que
se salpicaba toda de materia grisácea que se evaporaba al cabo de unos
segundos, deteniéndose sólo cuando se mareaba porque había olvidado respirar…
Sin prestar atención a que H la observaba intensamente.
Él
había empezado a comer dando la espalda a la niña, también como si sólo
estuviera él, su presa y nadie más, pero se había detenido con un respingo al
escuchar la respiración bucal de la niña la primera vez que se quedó sin aire.
Al voltearse a verla se encontró llamado por su segundo instinto más poderoso:
deseo.
Empezó
a comer más despacio mientras la observaba con todo detalle. Se le hizo la boca
agua la siguiente vez que ella se detuvo a respirar. Tratando de seguir
comiendo, mordió el hombro de la llorona salvajemente y le arrancó el brazo,
pero la tercera vez que escuchó la respiración de la niña, perdió el control,
dejó caer el torso de la llorona y se arrojó sobre Jacinta que, bajo los
efectos de su frenesí, le gruñó como un animal y se retorció para liberarse sin
real conciencia de lo que ocurría.
Con
lo que H no había contado era la presencia de los tlaloques. En cuanto
consiguió someter lo suficiente a Jacinta y se inclinaba sobre ella para
besarla a la fuerza, una flecha de hielo pasó a milímetros de su nariz y un
trueno cayó a un par de metros de distancia. Gruñó y giró la cara buscando al
responsable, encontrándose con la fiera mirada de Paco que ya preparaba más
saetas en su cántaro y a Quique con una sonrisa juguetona, listo para imitar a
su manera a su hermano pequeño. Paco y H se miraron el uno al otro con los ojos
entornados mientras Jacinta seguía tratando de zafarse de su agresor para
seguir comiendo.
Finalmente
H, también con actitud animal, apartó la vista primero, resopló por la nariz y
se alejó de la chiquilla que de inmediato saltó sobre lo que quedaba de su
cabeza de llorona y continuaba comiendo. H hizo lo propio con lo que quedaba de
la llorona, pero no apartaba la vista de la niña a la que, cuando vio que casi
terminaba con su parte, le arrojó un brazo del fantasma para seguir observándola
comer.
Jacinta
no razonaba, en el momento en que se lamía de las manos lo que quedaba de la
testa de llorona y vio caer un pedazo extra a su alcance, se lanzó sobre él.
Quiso
empezar por esos aparentemente frágiles y finos dedos, pero se topó con que
eran algo más duros, como la cáscara de una pipa de calabaza o de girasol y sin
embargo resultaban deliciosos...
H se
dio un satisfactorio festín visual viendo a la niña lidiar con aquél pequeño
reto.
Las
garras del fantasma habían dañado apenas la ropa de la niña, pero sí le habían
producido algunas heridas particulares: la sangre salía por los poros en los
lugares donde habían pasado. La blusa de la niña empezaba a teñirse de rojo por
aquí y por allá. Sin embargo, eso no parecía dolerle ni importarle en absoluto.
Jacinta iba ablandando aquella especie de caparazón o cáscara de los dedos a
lamidas para luego ir quebrándola a mordidas. Saciar su apetito era lo único
que le importaba en ése momento.
La
cabeza y el brazo de llorona tuvieron la cantidad exacta de sustancia para
dejarla saciada, incluso harta y aun así, al terminar, revisó cuidadosamente a
su alrededor para asegurarse de no haber dejado algún pedacito por allí. Una
vez segura de que no, se relamió los labios como una pequeña bestia y de igual
forma se acicaló un poco las manos y el rostro. Al volver a sus cabales, se
llevó desagradable sorpresa al toparse con la mirada de H en su dirección
mientras seguía comiendo. Un escalofrío le recorrió la espalda con la escena,
ya que el cazador acariciaba la cintura, caderas y piernas aún sin devorar de
la llorona, pero su atención estaba puesta en la niña.
Jacinta
no sabía ni para dónde moverse o mirar. Estaba invadida de una mezcla de miedo,
rabia y asco que la mantenía inmóvil. Paco también sentía lo mismo, pero la
rabia estaba en una proporción mayor al miedo así que se lanzó a los brazos de
Jacinta tratando de cubrirla lo más posible con su pequeño cuerpo y alitas
mientras le lanzaba una feroz mirada a H, que le gruñó en respuesta. Quique, por
su parte, parecía estar jugando a Sigan
al líder e imitó a su hermano pequeño, pero abrazando a su hermana por la
espalda y ya por su parte, se puso a mordisquearle la oreja, con lo cual
consiguió que la niña reaccionara y se alejara cargando con ellos.
En
los dos o tres días que siguieron —los cuales iban poniéndose cada vez más
ventosos y nublados— Jacinta evitaba a como diera lugar hacer contacto visual
con H, respingaba cada vez que éste le hablaba o trataba de acercarse y, en
resumidas cuentas, se encontraba en un estado de estrés constante y preocupante
para Paco e incluso resultaba notorio para Quique, cuyo principal
entretenimiento del momento era imitar a su hermana mordiendo el cuello de la
llorona y se encontró con un respetable nudo en el sitio.
—Au
—se quejó. Y luego balbució— Piedras…
Aunado
a la tensión, Jacinta tenía malestar en el pecho y estómago, como si quisiera
eructar pero sin conseguirlo. Su apetito había vuelto a cambiar, pues ahora
encontraba especialmente atractivo el olor y sabor de la fruta con cierto nivel
de descomposición, particularmente las uvas, las naranjas, los duraznos y la
piña. Al ingerir eso, sentía un poquito de alivio a la presión de su estómago.
—
Llegó la hora de que encuentres tu digestivo
para que puedas exhalar eso —comentó H sonriendo a medias, con el ya
habitual respingo de la niña al escucharlo. Haciendo caso omiso de ello, el
cazador le tendió a Jacinta una pequeña botella de tequila de la que él había
estado tomando.
Jacinta
respingó nuevamente y retrocedió: reconocía ese tipo de botella: había visto a
Rosa sola o con su novio de turno rodeada de ellas en varias ocasiones. Y
siempre se ponía violenta después. Para ella el alcohol era sinónimo de dolor y
terror.
H
empezó a perseguirla a gatas y ella retrocedía de espaldas impulsándose con
manos y pies.
—¡Órale,
no sea rejega! —le gritó H en dos ocasiones— Esto es más rápido que atascarte
de fruta podrida…
—¡No!
—Respondió Jacinta— ¡Aléjate de mí! ¡Aleja eso
de mí!
—Ay,
pues si no quieres, por mí explota —gruñó H dejando la persecución. Se sentó en
el suelo y vació la botella de un trago y se dejó caer de espaldas— Pinche
enana mamona…
Fue
entonces que Tláloc hizo restallar el primer relámpago.
Quique,
Paco, Jacinta y H voltearon al cielo al mismo tiempo. Aquello era el llamado de
Tláloc. Los cuatro pares de ojos parecían rellenos de pequeñas nubes. Los dos
tlaloques iluminaron sus rostros con enorme sonrisa y el aire se llenó con sus
carcajadas. Felices como nunca antes, ambos pequeños levantaron el vuelo,
dejando estelas de chispas y agua respectivamente.
Por
su parte a Jacinta el pulso se le aceleró y sintió que le faltaba el aire al
ver a sus hermanos alejarse para reunirse en lo altísimo con una parvada de
varios cientos de tlaloques como ellos. Su pecho bullía con un revoltijo de
emociones. Al principio, dicha al sentir el llamado, luego la golpeó la
amargura de la decepción y la envidia al caer en la cuenta de que ella en
realidad no era un tlaloque y no podía volar. Finalmente la azotó el dolor de
sentirse atrapada en tierra.
H por
su parte, parecía algo más habituado. Aunque naturalmente siguió con la vista a
los tlaloques y contempló las nubes, se limitó a lanzar unas fuertes chispas
chasqueando los dedos y soltó un breve surtido de palabrotas. Luego volvió a su
actitud habitual y ambos cazadores empezaron a recibir un generoso baño de
lluvia.
Eso
calmó parte de la marabunta de emociones de Jacinta. No era algo incómodo a
pesar de que el agua estaba helada y empezaba a aumentar en fuerza. Refrescaba
y lavaba sus heridas.
—Muévete,
tú. Es genial darse un baño de lluvia, pero no pienso quedarme aquí hasta que
termine —dijo H a Jacinta— Además, me pone de malas ver a esos pequeños
cabrones tan contentos y yo aquí chingado…
Groserías
aparte, Jacinta coincidía con H. Le punzaba algo en el interior al ver a tanto
chiquillo volando.
Tomaron
camino entonces: H guiaba la marcha y Jacinta lo seguía no mucho detrás. Todo ser vivo a su alrededor había corrido a refugiarse del chubasco exceptuando
ellos.
Se
encontraban en una zona no muy poblada del estado de México, por donde todavía
quedaban vías de tren casi totalmente ocultas por hierba crecida debido a la
falta de uso.
Siguieron
por allí su camino. En algunas partes, Jacinta descubrió que sólo estaban los
durmientes, ya que habían cortado y robado tramos de riel mucho tiempo atrás.
La zona iba luciendo cada vez más solitaria conforme avanzaban. Se estaban
adentrando en uno de esos pequeños territorios sin ley, lo cual quedó patente
al llegar a un cruce de caminos donde las vías quedaban sepultadas por cemento
y asfalto: En el extremo de lo que alguna vez fue un camellón, se levantaba una
caseta de vigilancia policiaca de dos plantas, con todas sus ventanas
destrozadas, las paredes cubiertas de grafitis debajo de los cuales apenas era
distinguible el logotipo del municipio y el dibujo de una placa de policía. Era
una imagen bastante patética y triste de ver.
—Quedémonos
allí —susurró H mientras hurgaba en los bolsillos de su abrigo—. He pasado por
aquí antes. Estaremos cómodos.
H se
había sacado una botella plástica de mezcal barato del bolsillo derecho y se la
llevó a los labios.
Una
pequeña voz gruñó de manera animal en alguna parte de la mente y corazón de
Jacinta y ésta sintió un escalofrío que la recorrió completa.
Antes
de que pudiera ponerse a analizarlo, estando a un par de metros de la caseta, H
se dio la vuelta de súbito, la sujetó con la mano derecha por el pecho de la
blusa con una mano y con la otra le inmovilizó la cabeza asiéndola del cabello
y la atrajo hacia sí.
Todo
pasó tan rápido que Jacinta no alcanzó a reaccionar cuando H unió su boca a la
de ella.
H
soltó la blusa de Jacinta, tapó las fosas nasales de la niña con los dedos y en
el momento en que a ella no le quedó más remedio que tratar de respirar por la
boca, H escupió en el interior un abundante trago de mezcal.
Jacinta,
sorprendida, dominada, tratando de respirar, acabó aspirando y tragando
aquello. Se sacudió en brazos de H todo lo fuerte que pudo para ser liberada.
Pero sólo era para quitárselo de encima y poder respirar bien.
En
realidad el alcohol no había tenido ningún sabor para ella. De hecho lo sentía
frío e insípido en su paladar y garganta. El malestar en su estómago se calmó
de inmediato tan sólo para justo después provocarle un brusco rebote con el
cual exhaló una fuerte y helada ráfaga que duró varios segundos.
—Haaaaaaaaaah —silbó el frío aliento de
Jacinta al ser expulsado del cuerpo y ella, falta totalmente de oxígeno en los
pulmones, se quedó lacia, a merced de H que, viendo aquella reacción, se
relamió los labios y besó a la indefensa criatura para acto seguido entrar con
ella a la caseta. Esta vez no habría interferencias…
…
Una
vez en el interior del lugar, H sentó a Jacinta algunos segundos en la mesa de
cemento adosada al muro de lo que fuera la oficina o archivo del lugar y
continuó besuqueándola mientras se quitaba el abrigo y lo arrojaba cerca de la
pared.
Él le
hablaba entre susurros afectuosos como si Jacinta fuera mayor, como si ella
correspondiera a su deseo. H estaba completamente inmerso en una demente y
perversa fantasía.
Jacinta
empezaba a recuperar su movilidad y estaba dispuesta a defenderse y huir en
cuanto consiguiera la energía suficiente.
Apenas
con el mínimo de fuerza que consiguió, le volteó una bofetada a H, que pasó de
mirarla extasiado y afectuoso a lanzarle una mirada furibunda, sujetarla
nuevamente del cuello de la blusa y con un violento movimiento, la arrojó
contra la pared a donde había lanzado su abrigo.
Jacinta
cayó sobre la prenda, nuevamente falta de aire por el golpe. H le dio alcance y
esta vez sujetó con una sola de sus manos las dos pequeñas de la niña y la
atrapó contra el suelo acariciando el cuerpecito con la mano libre.
Jacinta
se paralizó de la impresión de verse tocada de esa forma.
H no
se detendría y Jacinta estaba tan aterrada que no podía moverse ya. Ni siquiera
atinaba a pedir ayuda.
Sometida
como estaba, lo único de lo que era bien consciente era del aliento ansioso del
cazador en su rostro y en su cuello, el tacto de sus toscas manos… escuchaba
que algo le decía, pero su cerebro no lo asimilaba…
Repentinamente,
como recordaba que a veces le ocurría a Quique cuando entraba en pánico, su
cuerpo se desenchufó del cerebro y quedó lacia sin perder el conocimiento. Ni
siquiera sintió las dos bofetadas que le propinó H mientras le gritaba alguna
especie de indicación. Era como presenciar un programa de tv sin sonido.
Esto se está poniendo feo, ¿no crees? Dijo
esa extraña y descarada vocecita que había escuchado otras veces desde que era
cazadora. Y tú, ahí, de pendeja y lacia
como un fideo… Si no le funcionó a Enrique nunca, ¿qué te hace pensar que
funcionará en un momento como este? ¡Despierta, Jacinta! No tienes otra opción…
Reaccionando
a su voz interna, Jacinta fue recuperando parte de los sentidos. Seguía sin
entender lo que le gruñía H, pero le ardía la espalda por los rasguños del
cazador que trataba de arrancarle la blusa.
—Nadie
va a venir a ayudarme —murmuró. La única razón por la que H aún se limitaba a
manosearla, era porque su frenesí y ansias lo volvían bastante torpe. Había que
tomar una decisión rápida.
Nadie vendrá a ayudarnos, murmuró la voz
en su cabeza. Nos hará daño, mucho daño…
No queda otra opción: o él… o nosotras…
Jacinta volvió a quedarse lacia al descubrir su única salida, pero sólo
duró un par de segundos. Su cabello cambió de color al tiempo que inflaba
lentamente a toda capacidad sus pulmones, inconsciente de que eso era lo que H
le había estado ordenando desde hacía rato.
Déjame esto a mí… Yo cuidaré de nosotras… Tú
no necesitas ver esto…
Dicho aquello, la vista de Jacinta se volvió borrosa, como si hubiera un
vidrio esmerilado de por medio.
El
pecho dejó de inflarse al quedar lleno por completo. Abrió la boca y, por
tercera vez desde su despertar como cazadora, gritó.
…
Como
en un sueño bizarro. Jacinta se encontró fuera de la caseta, sin saber
precisamente cómo se había quitado de encima el cadáver de H, recibiendo sobre
ella los últimos minutos de lluvia, que lavaron de su rostro la sangre que
había salido por la nariz, ojos y oídos de su atacante, así como los rasguños
que éste le había hecho y refrescó las mejillas enrojecidas por los bofetones.
Sintió
una punzada fría y repentina en el corazón al ser consciente de lo que acababa
de hacer, pero se vio confortada de inmediato por una caricia tibia que disipó
su horror, como si alguien más la
abrazara desde el interior.
O era él o éramos nosotras, cariño, dijo
su voz interna, en un murmullo menos descarado y más maternal. Yo cuidaré de ambas. Protegeré tu corazón y
tu cuerpo de lo que lo pueda lastimar —sintió una suave y tibia presión en
su corazón— y cubriré tus ojos de lo que
no necesitas ver —su vista volvió a emborronarse un instante como si unas
manos se hubieran posado sobre sus ojos—,
entre ambas seremos fuertes…
—Por ellos —murmuró Jacinta en voz alta y ausente.
Por todos nosotros —corrigió la voz
interna—. Mientras no me necesites,
dormiré acunada por el calor de nuestra alma… Buenas noches, Jacinta…
—Buenas noches locura, buenas noches… Milagros.
Milagros guardó silencio, Jacinta sintió
algo ni tibio ni frío moverse dentro de ella, replegándose y comprimiéndose
dentro de su pecho hasta casi desaparecer, hasta no ser mayor que una canica
pequeña, tanto así que el cuerpo no tardó en adaptarse e ignorar su presencia.
Se
alejó de la caseta con aire ausente y sin mirar atrás.
Algunos
minutos después, al terminar de llover, escuchó las risas frescas y dulces de
sus pequeños ángeles y segundos después, ambas criaturas le cayeron encima,
derribándola contra el lodo, haciéndole cariños y parloteando o balbuciendo
emocionados de su primera tormenta y sobre el montón de niños que habían
conocido.
Sin
embargo Paco se quedó callado de pronto en brazos de Jacinta, que se había
quedado tendida cuan larga era, dejando que Quique alborotara solo. El pequeñín
estaba recobrándose ya del trance que le había provocado el llamado de Tláloc y
sentía algo distinto nuevamente en su mami. Se sentó en el regazo de ella y la
observó atentamente, tratando de definir aquello distinto hasta que lo encontró
en sus ojos.
No
podía precisar exactamente qué era, pero lucían diferentes. Su presencia seguía
cálida y dulce —lo cual era lo más importante para él— pero se le había
agregado al conjunto algo que la hacía… feroz.
La
vida con su madre Rosa y la muerte de sus hermanos habían hecho madurar
prematuramente a Jacinta desde mucho antes, haciéndola una niña con mentalidad
de adolescente. Pero las tres muertes de las que era responsable, la última en
lo particular, habían roto nuevamente algo en su cabeza. Aquello que Paco no
podía definir en la mirada de su hermana, era sencillamente la desaparición de
su último resquicio de infancia: ya no estaba dispuesta sólo a morir, sino a
matar deliberadamente en defensa de lo que amaba.
Jacinta
había despertado a Milagros y entre las dos, acababan de convertirse en una
mujer y una cazadora adulta.
Cuando
Jacinta se puso en pie finalmente para emprender la marcha, Paco, revoloteando
a su alrededor, preguntó por H. La
cazadora se detuvo un instante y miró a su hermanito.
No se lo dirás tan crudo, ¿o sí?,
preguntó la vocecita de Milagros.
—Se
quedó. Podemos irnos —respondió Jacinta con sencillez y sin matiz. A pesar de
su inteligencia, Paco no entendía el doble sentido de las palabras de su
hermana. Para él H seguramente se habría aburrido de ellos o tal vez había
encontrado otra cosa para maltratar y la verdad, lo tenía sin cuidado.
—Tipo
asqueroso —murmuró.
Los
tres hermanos emprendieron camino para buscar otro refugio temporal, a recorrer
el camino que les había tocado. Sin quejarse.
Sin
ahondar en más detalles, Jacinta se vio en la misma situación y necesidad de
gritar tres veces más… En cada una, algo cambiaba en ella, al grado de que, al
terminar ese año, su aura resultaba fría y perturbadora para los otros
cazadores, al punto que por momentos conseguía desaparecer incluso para ellos por el tiempo suficiente como para
evitar más confrontaciones mortales. Aunque llegaban a darse ocasiones de
presentarse a sí misma, nadie parecía capaz de recordar su apelativo,
sustituyéndolo por cualquier otro. Como no pareciera importarle aquello, al
final acabó bajo el alias de la cazadora Sin Nombre.