Maya
Sueña mi amor,
con días de luz…
Sueña con
felicidad.
Cierra tus ojos,
duérmete ya.
Al despertar,
ahí estaré…
—¿Mami? —Pregunta desconcertada la niña al asomarse
por la ventana de su cuarto— ¿Mami, qué haces ahí abajo a estas horas?
—Tendrías que
bajar para ver, mi amor…
—¿Hay algo bonito ahí mami?
—Claro. Las
estrellas… vamos a verlas mi cielo…
—Pero hace mucho frío mami, y es tarde.
—Tú tienes que
venir… esto es algo maravilloso…
—Pero tengo sueño mami… Otro día…
—Tú vas a venir
ahora…
Algo tarde, la niña se da cuenta del engaño: una
llorona ha confundido sus sentidos para conseguir que al menos abriera la
ventana. Ahora que lo ha conseguido, el espectro maldito se mueve con la
velocidad de una ráfaga de viento hasta el marco de la ventana del cuarto de la
niña, la sujeta por el pecho del camisón y se la lleva flotando.
La pequeña grita aterrada al simple contacto del
espectro y chilla desesperada al ver alejarse la tierra firme y su hogar a sus
pies. Llama a su verdadera madre, a su padre y a su hermano que duermen en las
otras habitaciones de la casa.
Todos se despiertan con un sobresalto. La madre y el
hermano, enfermera y paramédico de profesión, reaccionan con mayor rapidez,
pero desgraciadamente llegan tarde para impedir el secuestro.
La madre, aterrorizada, baja las escaleras de casa,
sale al jardín y corre, descalza y en camisón, intentando desesperadamente
alcanzar al fantasma que se lleva a su hija, o al menos no perderlas de vista.
Pero el fantasma, aún cargado y planeando bajo, se desliza por el aire mucho
más rápido que ella. En un par de minutos ya se ha alejado demasiados metros y
un poco más tarde, hasta los gritos de la niña han sido ahogados por el viento
frío de la madrugada, Finalmente la madre pierde las fuerzas para correr y
conmocionada se deja caer de rodillas con la mirada fija en el minúsculo punto
blanco en la lejanía.
Su esposo y su hijo la alcanzan no mucho después, pero
el punto blanco ha desaparecido.
…
Bastante lejos de allí la llorona se posa en un
pastizal de las afueras y bota su carga sin mucho cuidado a sus pies. Quiere
comer tranquila, o al menos tanto como lo permita su escandalosa presa.
—¡Silencio
mocosa! —gruñe de malos modos. Su
carácter y tono son inversamente proporcionales a su increíble belleza.
En vez de acallarla, consigue lo contrario. La llorona
pierde lo que queda de paciencia y, pese a que le gusta disfrutar despacio de
su comida, decide que lo mejor es acabar pronto con ella.
Sujeta a la niña por el cuello, ahogando a medias los
llamados de auxilio a su madre.
El bello rostro de la llorona revela su maldad
interior, luciendo súbitamente carcomido, seco, pútrido. Ambas manos son ahora
aterradoras garras. Aquella que no está sujetando a la niña se prepara para
encajar sus uñas en el frágil tórax, romper lo que se le interponga en el
camino incluyendo el corazón y extraer el alma de un cuerpecito que seguramente
aún estará vivo un doloroso rato más.
La niña cierra los ojos sin dejar de sollozar,
anticipándose al golpe y a su horrible final. Pero de pronto un potente y
helado chorro de agua cae sobre cazador y presa. La llorona chilla entre
sorprendida y furiosa. Odia el agua y el inesperado ataque la hace liberar
presa y retroceder de un salto.
La niña cae en un enorme charco de lodo. Al conseguir
limpiar un poco la suciedad de sus ojos
se encuentra con una de las escenas más raras que vería en la vida:
Ante ella, enfrentando a la llorona hay una niña.
Mayor que ella pero aún debajo de la adolescencia. Lleva una falda azul
tableada que ya le viene algo pequeña y una camiseta negra sucia y dañada con
los restos de tinta blanca de una frase ingeniosa. La muchachita impide
cualquier avance que el fantasma intenta. Ambas gruñen a la otra, se miden
entre sí y dan manotazos o pequeños ataques de advertencia.
Con apenas un zumbido como aviso, repentinamente cae
un relámpago entre las contrincantes seguido del respectivo trueno. La llorona
grita y retrocede. La vaguita da media vuelta en una fracción de segundo y se
tira sobre la niña para protegerla de un segundo relámpago.
La pequeña siente bajar la temperatura súbitamente,
como si en vez de primavera fuera invierno. Escucha un silbido cortando el aire
y justo después de otro chillido de la llorona, una vocecita infantil grita:
—¡Corre, Jac, corre!
Jac se levanta, sujeta a la niñita contra su pecho y sale
corriendo todo lo rápido que puede en dirección al pueblo.
La chiquilla, aunque se siente más segura en brazos de
la vagabunda, sigue demasiado asustada como para atreverse a mirar atrás. Jac,
aun cargando con ella corre a buen ritmo, pero no lo suficiente como para
hacerla dejar de preocuparse por su agresora, a quien pude escuchar chillando,
maldiciendo y despotricando rabiosa contra algo o alguien que le impide reducir
la distancia de persecución.
Llegan a las afueras del pueblo, al parque cercano a
la iglesia. La energía de la joven no da para más, así que baja a la niña y
continúan trotando tomadas de la mano y se esconden detrás de una de las
jardineras. La niña se abraza de la vagabunda: tiene el feo presentimiento de
que la llorona no tardará en aparecer de sorpresa por cualquier lado.
Mientras tanto, la vagabunda recupera el aliento,
atenta a todos los demás sonidos a su alrededor.
Entonces ocurre lo que temía la niña: la llorona
aparece al lado de la jardinera, justo por donde ella está. Sin embargo la
muchacha, con agilidad, la jala por el camisón y la arroja tras de sí con
cierta brusquedad, para saltar inmediatamente después sobre el espectro.
La niña escucha un quejido de la vagabunda y luego un
grito cercano de la llorona. Se asusta tanto que se aovilla y cierra los ojos:
Si el fantasma ha acabado con su protectora, la que sigue es ella. Sin poderlo
evitar, llora. Lo que más desea en ese momento es no haber abierto la ventana,
no haber sido engañada por la llorona y encontrarse durmiendo a salvo y
tranquilamente en su cama, o que todo se trate de una pesadilla de la que
despertará para encontrarse en brazos de su mamá.
Casi sin desearlo, reúne algo de valor y abre
levemente los ojos: la muchacha está lejos, tratando de levantarse. En efecto
ha sido herida y le cuesta trabajo moverse. La llorona gira la cabeza hacia una
y luego hacia la otra y finalmente se desliza a toda velocidad a la posición
donde se encuentra la niña, que cierra nuevamente los ojos.
—¡Paco! —escucha gritar la niña a la vagabunda.
Repentinamente, en vez de sentir nuevamente la escalofriante
mano de la llorona sobre ella, vuelve a sentir el ambiente helado a su
alrededor y escucha un aleteo y un gluglú
frente a ella, a la llorona chillando y maldiciendo, pero su voz suena apagada.
La niña abre los ojos y ve ante ella lo que parece un
querubín: un niñito, casi un bebé, idéntico a la vagabunda, con alitas grises
emplumadas y un cántaro gris de su tamaño al lado, vestido apenas con un
taparrabo de manta gris. Al fijarse bien en todo, cae en la cuenta de que el
frío proviene del niño, el agua surge del cántaro y que ha formado una cúpula
de hielo a su alrededor para protegerla. Afuera pueden distinguirse destellos
luminosos y se escuchan algunos truenos, pero el escudo de hielo no deja ver
con demasiada claridad.
—Eh, tú —dice el nene con su vocecilla aguda de bebé
pero con claridad de gente mayor— ¿Cómo te llamas?
—Maya —balbucea la niña bastante asombrada.
—Vale, Maya. Abriré un agujero en el hielo para que
puedas escapar. Corre a tu casa. Mis hermanos y yo te protegeremos…
—¡No! —Gritó Maya— ¡No me dejen sola, me asusta!
El niño iba a decir algo para calmarla tal vez, pero
en el exterior se escuchó un golpe fuerte de algo cayendo y patinando sobre la
grava y un grito de dolor de la hermana del niño, que pareció perder la noción
de todo lo demás al escucharla.
La cúpula se derritió cerca de la jardinera dejando un
paso suficiente como para que la niña saliera, pero ésta dudó.
—¡Corre ya! —Gritó el bebé, lanzándole una mirada tan
intensa y fuerte, que Maya se asustó y obedeció sin discutir más. En cuanto
salió y dio algunos pasos de la carrera, la cúpula explotó en granizo vivo, ya
que no se desperdigó por cualquier parte, sino que se dirigió directamente
sobre la llorona, que chilló de nuevo, rabiosa.
Maya corrió todo lo rápido que pudo, pero al ganarle
la curiosidad y ver atrás, se tropezó y se lastimó el pie con algunos vidrios
rotos de botella que había en la calle. La pobre niña, aún con madre y hermano
dedicados a la medicina, nunca había visto tanta sangre. Se asustó muchísimo y
no sabía qué hacer. De nuevo lloró al ardor de las heridas.
Ni cuenta se dio entonces del momento en que el
fantasma se escapó de la vagabunda y los dos niños alados, sino apenas hasta
escuchar una risa demoníaca a sus espaldas, a pocos metros. Maya trató de
alejarse sin conseguir otra cosa que hacerse más daño, con un gran trozo de
vidrio encajado en su pie. Gritó al ver a la llorona alzar su garra contra
ella. Cerró los ojos. Escuchó y sintió un relámpago enfrente suyo, luego un
aleteo y un cuerpo aterrizando en la grava frente a ella. Otro gruñido de
dolor. Abrió los ojos.
La vagabunda estaba nuevamente allí, pero esta vez la
llorona le había atravesado el cuerpo con el ataque que iba contra la niña.
—Gran error, cena
—masculló la vagabunda. La llorona gritó y empezó a luchar inútilmente por
liberar su mano.
De nuevo el niñito alado se posó cerca y la acicateó
para que huyera. Maya lloró nuevamente, con una mezcla de pánico y dolor. El
niño vio la sangre. Pareció pensar un segundo mirando a su hermana y al
espectro forcejear.
—Estará bien —se dijo en voz alta y en una fracción de
segundo sujetó la mano de la niña, la elevó unos centímetros del suelo y se
alejó con ella volando.
Maya consideró que era muy fuerte aquél chiquitín. No
sólo la estaba llevando a ella en una mano, sino que en la otra llevaba el
cántaro de barro enorme.
—Vamos a parar aquí —dijo de pronto Paco— ya no hay
peligro —en efecto, hacía poco que ya no sonaban los gritos ni otro sonido que
el de una noche tranquila y normal. La vagabunda había vencido a la llorona.
Paco revoloteó hacia el costado del camino que seguían
y depositó a Maya al pie de un árbol.
—Veamos ese pie —declaró con una linda sonrisa. Por
alguna razón, a Maya le pareció estar ante un simpático doctor.
Paco se presentó más apropiadamente. Ella sabía su
nombre por escucharlo de boca de la chica, pero nada más.
—Soy un tlaloque —explicó Paco— Mi otro hermano
también lo es y mi hermana es una cazadora de lloronas. Venimos siguiendo a ésa
desde hace algunos días…
Paco agarró el vidrio encajado en el pie de Maya y
esta gritó a la defensiva. Se puso difícil como cualquier niño: dolía demasiado
y la curación solía ser peor aún. Discutieron. Maya lloró a gritos. Paco perdió
la paciencia, soltó el pie, el vidrio, la sujetó de los hombros y la miró
duramente:
—¿Quieres que se infecte, se ponga de un color feo y
que entonces no quede de otra que cortarte el pie? —preguntó. Maya que se había
quedado estática de la sorpresa, volvió a hacer pucheros y sorber por la nariz.
Paco se cubrió los ojos con la mano buscando
paciencia. Finalmente se levantó y tomó su cántaro.
—¡Vale pues! Espérame cinco minutos. Necesito algunos
ingredientes para resolver esto…
Con cara algo fastidiada levantó el vuelo nuevamente y
se alejó entre los otros árboles.
Maya lo escuchaba revoloteando por aquí y allí, el gluglú del cántaro, lo escuchó
refunfuñar y algunos silencios ocasionales. Algo después, durante uno de éstos,
la niña percibió el crujido de la grava del camino bajo el peso de alguien que
andaba hacia ellos. Crack, ras, crack,
ras… paso y arrastre, paso y arrastre. Luego se fijó y vio a lo lejos una
silueta de movimientos torpes que después de algunos metros más de avance se
recargó en otro árbol para tomar aliento y seguir andando.
Crack,
ras, crack, ras… finalmente la
cazadora de lloronas, con la ropa casi cayéndose a pedazos, cubierta de mugre,
pasto y sangre llegó donde Maya, se recargó a su lado en el árbol y se deslizó
hasta quedar sentada sin una sola queja. Incluso volteó a ver a Maya y le
acarició la cabeza con suavidad para luego dejar lacias todas las extremidades
y entornar los ojos para descansar.
Paco regresó entonces y después de pegar una sonora
exclamación ante el estado deplorable en que estaba su hermana, se puso a
atender las heridas de ambas. La cazadora insistió en que se empezara con la
niña.
—Claro, empecemos con la paciente difícil —gruñó Paco
con sarcasmo. Luego se dirigió a Maya con seriedad— Tú decides princesa. Y
créeme que no soy muy simpático para lo difícil…
Maya hizo un puchero mirando a la hermana de Paco,
pero se encontró con que aquélla no tenía expresión en absoluto y que no la
conmovería con lágrimas de cocodrilo. También sintió culpa: ahora que la veía
con detenimiento, la joven que tan valientemente la había salvado tenía heridas
peores que las suyas, sin embargo no se estaba quejando ni llorando. Maya acabó
extendiendo el tembloroso pie.
Paco suspiró con aire satisfecho, levantó su cántaro y
vació un poco de agua sobre la extremidad lastimada. Maya cerró los ojos bien
fuerte, porque esperaba que el remedio le ardiera mucho o le dolería de algún
modo. Sin embargo, esperó en balde el escozor y la molestia.
Justo iba a abrir los ojos, cuando sintió las manos de
la vagabunda cubriéndoselos con mucha suavidad.
—Sentirás un jaloncito —dijo Paco, cosa que en efecto
pasó. Luego sintió algo de frío en donde recordaba que se había encajado el
vidrio después, nada. La vagabunda quitó su mano de encima de los ojos de la
niña y ésta descubrió que todo había pasado ya. No había ni una gota de sangre
a la vista ni en el suelo ni en su pie, que de hecho sentía fresco y más limpio
que el resto de su cuerpo. Luego le tocó el turno de ser atendida a Jac y
entonces Maya pudo ver el prodigio de aquél cántaro:
Paco movió suavemente sus pequeñas manos y el agua
empezó a surgir del cántaro como si fuera una serpiente, contradiciendo la
gravedad y se enroscó en la pierna de la joven. La tierra, basura y ramitas que
estaban cubriendo las heridas de allí, se desprendieron, flotaron en todas
direcciones y salieron del agua, cayendo al suelo. Mientras tanto, las
magulladuras se iban cerrando. Un par de segundos después, al retirarse el
tentáculo líquido de la pierna, de todas aquellas heridas eran sólo pequeñas
marcas rojas que ya no sangraban y que, según dijo Paco, pronto desaparecerían.
El niño repitió el proceso en el resto de las heridas: brazos, la otra pierna,
cara, cintura…
—Esa falda vio mejores días, hermanita —comentó Paco
mientras aquella se estiraba, flexionaba los dedos de las manos y se ponía en
pie— Y la playera ni se diga. Necesitamos conseguirte otra cosa —Jac no
respondió. Simplemente se sacudió lo que pudo de tierra, tomó la mano de Maya,
la puso en pie y jaló suavemente de ella para iniciar camino, regresarla a casa.
Maya miró por primera vez con todo el detenimiento que
pudo a la chica que caminaba a su lado.
Jac era menudita, mayor que ella, aunque no sabía que
tanto. Su cara era más bien llenita como la de una niña, pero la expresión
seria en ella y en sus ojos (de un color café grisáceo claro que uno no ve a
menudo por allí), daban a entender que ya no era ninguna niña, al menos en su
cabeza. La falda de la que hablaban y que traía puesta se parecía a las de la
primaria local, porque era azul marino, pero ya le quedaba bastante pequeña a
unas caderas que empezaban a ensancharse. Lo que quedaba de la playera dejaba
ver que ya tenía pechos. Iba descalza,
algo sucia por lo ocurrido. Sus manos hacían juego con su talla, el punto interesante
es que las uñas las llevaba disparejas: las de la mano izquierda estaban
cortas, probablemente a mordidas, y las de la mano derecha estaban largas, pero
sucias y algo astilladas. También su cabello era extraño: color castaño cenizo,
con textura de pelo de gato, ya que lucía áspero, delgado y quebradizo sin
serlo. Igual que las uñas, tenía un corte desprolijo: cortos por aquí, medianos
por acá y por allá… Las secciones más largas de todo esto le pasaban apenas de
los hombros. Algo que no podía ver, pero sí sentir, era lo agradable de su
presencia. Había visto muchos vagabundos en las calles pero ella era la primera
que no le producía repulsión ni por aroma, ni por aspecto. A pesar de la tardía
hora, Maya se sentía tan a gusto como si estuviera caminando con su mamá.
Jac hizo caminar a Maya por los lugares donde encontró
menos obstáculos que lastimaran nuevamente los frágiles piecitos de la niña,
pero al entrar ya al pueblo, con sus calles empedradas, alzó a la pequeña en
brazos.
—¿Por dónde? —su voz también le resultaba curiosa,
como melancólica, susurrante, silbante…
—Por allá —respondió Maya, señalando, después de
pensar algunos instantes porque no conocía muy bien todo el pueblo.
—Cualquier dirección que te diga ella, ve al lado
contrario —bromeó Paco, que había volado alto y estaba mejor ubicado que ellas
—Vives en unas casas algo más nuevas, ¿no? Están para el otro lado.
—Perdón —susurró Maya, haciendo un pequeño puchero y
sonrojándose.
No tardaron mucho en llegar al territorio conocido de
la niña: Por allí el kínder, por allá la zapatería, la tienda de abarrotes, el
kiosco de periódicos… Maya los iba señalando y contando anécdotas. Al llegar a
la esquina desde donde se veía su casa, Maya se sacudió en brazos de la
cazadora para que la bajaran, para correr a casa. Podía ver una patrulla de
policía municipal alejándose de su casa y sintió algo feo en el estómago al
pensar que su mamá, su papá y su hermano estarían muy preocupados por ella. No
estaba muy segura de que la policía pudiera hacer algo como lo que Jac acababa
de hacer para salvarla.
Y la verdad es que ni siquiera habían creído una
palabra de lo que el padre de Maya había tratado de explicar. El hombre los
había llamado por reflejo en el momento en el que su esposa salió corriendo de
casa tras el espectro. Luego, al darle alcance, escuchar lo que ella dijo… Ni
siquiera él podía entenderlo o tomarlo con seriedad. Aguantó la vergüenza de
recibir las torpes burlas de los uniformados —“¡Háblele a Carlos Trejo para
estas cosas!”— y la rabia impotente de no saber qué hacer para recuperar a su
hijita.
La patrulla dio vuelta en la siguiente esquina en
silencio y con las luces encendidas. Justo que desapareció de la vista, Maya
les sacó la lengua con gesto ceñudo y corrió al jardincito de su casa.
—¡Mami, papi, Hugo, acá estoy! —gritó. La señora,
abrazada por su hijo mayor, se enderezó de inmediato y los tres voltearon a
verla incrédulos, corriendo sana y salva a su encuentro. Pero entonces la
vieron frenar y regresarse un poco, para tomar de la muñeca a una jovencita
sucia y de aspecto algo salvaje, que estaba de pie sobre la acera de enfrente y
que se mostraba reacia a acercarse.
La madre de Maya, al recuperarse de la impresión,
corrió a abrazar y besar a su hija, que seguía batallando por jalar consigo a
su salvadora.
Lluvia de preguntas de rigor y revisión física
incluida.
—Sí, mami, estoy bien, ella me salvó —dijo Maya sin
soltar la muñeca de Jac— Y no me aprietes tanto, no puedo respirar…
Jac resopló y el fleco le cayó ocultando sus ojos.
Cuando la mujer volteó a verla y trató de acercar la mano para darle una
caricia de gratitud, la niña gruñó como un animal y retrocedió todo lo que le
permitía la extensión de su brazo y el de la niña, que seguía sin soltarla y
ahora la miraba desconcertada por su actitud.
—Jac —susurró Paco con precaución, invisible para los
ojos y oídos de los adultos— Jac, ella sólo quiere agradecerte…
En respuesta, Jac sólo dejó de gruñir y resopló
nuevamente. La mujer retiró la mano despacio y sonrió a medias con una
expresión que mezclaba comprensión y compasión: En su profesión,
desgraciadamente, ya había visto seres grandes y chicos muy golpeados por la
vida. Lo mejor era ir despacio y expresar su enorme gratitud de otra forma.
—Dicen que las penas con pan son menos —pensó en voz
alta— Vamos, cariño. Será mejor que comamos unos cocoles con leche para que se
nos pase el susto y nos cuentes lo que pasó. Luego, lo mejor, será que vuelvas
a la cama…
—¿Le podemos regalar un pan de nata a la niña, mami?
—preguntó Maya mientras seguía a su madre a casa, habiendo soltado finalmente a
Jac, que las seguía con la mirada, pero permanecía inmóvil.
—Ya están todos secos, amor. Los cocoles los compré en
la tarde y están bien sabrosos. Eso y un chocolatito o leche caliente serán lo
mejor…
—Jac —susurró Paco, suplicante, tirando de la manga de
la camisa de su hermana: La leche era su debilidad. Jac resopló otra vez.
También a ella le gustaba la leche y el pan, pero no soportaba la cercanía de
la mujer que había tratado de ponerle la mano encima. Jac todavía no perdonaba
ni a las monjas, ni mucho menos a Rosa y en cada mujer veía a aquéllas que le
hicieron tanto daño. Una más que las otras. Sin embargo, a pesar de ya haberse
comido a la llorona, tenía apetito, así que siguió despacito y manteniendo
distancia, a la mujer y a la niña al cruzar la calle y se detuvo al poner un
pie en el pasto del jardín de entrada de la casa, entre la parte trasera del
coche estacionado y dos bolsas negras de basura. Y allí se acuclilló.
El papá de Maya seguía todo confundido, pero se acercó
y levantó a su hija en brazos en cuanto la tuvo lo suficientemente cerca y la
llevó dentro después de lanzar una mirada extrañada a la niña que se había
quedado frente a su casa. Hugo, el hermano, también la miraba, aunque tenía
otras razones: esa pequeña vagabunda tenía algo, le parecía que la había visto
en otro tiempo, en otro lugar, pero no ubicaba el dónde ni el cuándo. Acabó
rindiéndose de pensar después de un rato.
—Gracias por ayudarnos —murmuró Hugo con torpeza, sin
acercarse. Jac apenas si alzó un poco la cara para verlo entre su cabello y
susurró algo que Hugo entendió como un de
nada o algo por el estilo, así que éste entró a la casa después de
dedicarle una pequeña sonrisa.
En realidad, Jac había tenido la misma impresión del
joven, pero ella no tuvo que pensar mucho para recordarlo: conocía a ese
paramédico. Lo que susurró, tan torpemente como él fue: Igualmente.
—¿Es él, verdad? —le preguntó Paco, después de que
Hugo desapareciera en el interior de la casa. Ella no respondió. Quique por su
parte, se entretenía jugando con su mecate y la farola de la calle, haciéndola
parpadear, aumentar su luz a todo lo que daba o apagándola hasta que la fundió—
¡Mira lo que hiciste! —gritó a su hermano— ¡Bájate de allí, Quique!
El hermano mediano golpeó la lámpara con su mecate y
reventó el foco. Se enojó y la pateó porque ya no servía y luego se dejó caer
sin aletear al vacío, hacia las bolsas de basura. Su hermana trató de atraparlo
por mero reflejo y acabó usando las bolsas de colchón. Quique rió a carcajadas
y Jacinta lo levantó por las axilas tratando de mostrarse enojada, sin embargo,
acabó abrazándolo fuerte, sujetándolo después bajo el brazo derecho y le frotó
la cabeza con los nudillos de la mano libre, hasta recibir un chispazo de
contraataque. Quique se zafó del agarre y se le fue encima entre carcajadas,
derribándola de espaldas, abrazándose muy fuerte y luego mordiendo su cuello,
su hombro… Jac resistió el castigo en lo posible, pero cuando los dientitos de
Quique le abrieron una herida en el pulgar, no le quedó otra que sacudírselo
sin mucho tiento y regañarlo. El niño hizo un berrinche y pateó la bolsa más
cercana.
—¡No, grosero! —gritó Paco. La bolsa de basura se
había roto y regado su contenido, que resultaba ser papel, bolsas de plástico,
envoltorios y ropas viejas. La cazadora arqueó las cejas con curiosidad y se
acercó a ver qué podía encontrar que le fuera útil. Ciertamente ya no podía
continuar con la ropa que llevaba.
Metió mano y sacó todo lo que fuera de tela. La
mayoría de todo aquello eran piezas descabaladas de disfraces infantiles, trozos
de tela que habían sobrado del ajuste de una prenda mayor, un mantel, algunas
sábanas, un suéter deshilachado y enredado, algunas playeras y un traje de
baile folklórico cuya blusa blanca estaba quemadísima por la plancha, pero la
falda, color lila con microscópicas florecitas blancas y de gran vuelo, fuera
de algunas manchas y desgarrones, estaba en buenas condiciones.
—Jac, eso está enormísimo para ti —comentó Paco
mientras veía a su hermana poniendo la prenda aparte y revisaba las playeras,
ignorándolo un poco.
La chica encontró una playera blanca que simplemente
había sido desechada por tener la tinta de serigrafía algo descolorida.
Sin pena ni gloria, Jacinta se desprendió de lo que
quedaba de su anterior playera y se puso la nueva, que le quedaba hasta las
rodillas de larga. La falda también, en efecto, le venía demasiado grande, pero
eso lo resolvió subiéndose la cintura de la prenda hasta por arriba del pecho y
usando las cintas que servían para ajustarla a la cintura como tirantes. Con la
playera por encima ocultaba el tamaño real de la falda, que ahora arrastraba un
poco por el suelo por detrás.
—Ya creceré un poco, espero —susurró Jacinta más para
sí que para su hermano. Se sentía cómoda con lo que había escogido. La tela de
la falda era buena, gruesa, resistente. No tendría que preocuparse en un buen
rato de cambiarla. Aún así, todavía conservó puesta debajo la prenda anterior.
Pensaba probar qué tal le funcionaba la prenda nueva y no quería quedar
expuesta en caso de tener que deshacerse de ella. Hacía no mucho que otro encantador congénere había llegado al
punto de desgarrarle la ropa interior y de momento no tenía nada más que la
supliera.
Cuando
la madre de Maya salió con un platón grande con varios cocoles, una jarra de
barro llena de leche con chocolate y algunos vasos de unicel, se encontró a la
cazadora con piezas de ropa que ella había desechado esa tarde, cerrando la
bolsa con algunos nudos.
Al sentir la mirada de la mujer sobre
ella, Jacinta volteó hacia la enfermera y se alejó lentamente de la bolsa, como
una especie de animal pescado en falta. Sin embargo, la señora, que ahora
llevaba una sudadera y una bata sobre el camisón, así como un par de tenis
blancos y viejos a modo de pantuflas, se limitó a depositar el platón sobre una
maceta alta sin vegetación que había al lado de la puerta y sonrió con cierta
timidez.
—Jamás
podré agradecerte lo suficiente por lo que has hecho por nosotros esta noche
—dijo— Salvaste a mi bebé y me la devolviste. No puedo expresarte lo mucho que…
—perdió las palabras. Estaba tan agradecida que se sentía rebasada— Si hubiera
algo, además de la comida o ropa que pudiera hacer por ti…
Jacinta
negó con la cabeza, con los ojos entornados, sin mirar a la mujer directamente
a la cara. Había superado muchos obstáculos desde que vivía en las calles, pero
hablar ante una persona adulta todavía escapaba por mucho a su capacidad. Aún
se sentía intimidada por ellos.
La
mujer quiso invitarla a pasar la noche en la casa, adentro, pero Jacinta negó
enérgicamente con la cabeza: El haber pasado casi toda su vida hasta hacía
relativamente poco entre cuatro paredes, le había causado fobia a los espacios
abiertos, pero ahora, con el cambio de niña a cazadora de lloronas, el estar
entre las cuatro paredes de una casa era lo que le producía mucha más
aprehensión. No es que se hubiera vuelto claustrofóbica, de hecho le gustaba
todavía ocultarse en lugares realmente pequeños y estrechos, como cajas,
madrigueras y cosas así, siempre y cuando éstos escondites estuvieran en el exterior,
en lo salvaje, por decirlo así…
—Al
menos entonces —dijo la señora— podrías pasar la noche en nuestro jardín
—Jacinta se encogió de hombros, como si dijera: Si quiere…— Te traeré unas mantas mientras comes.
Jacinta
nuevamente se encogió de hombros, aunque, efectivamente, en lo que la mujer
desaparecía en el interior de su casa, Jacinta se plantó ante los cocoles y la
leche con chocolate.
Fue
entonces que tanto ella como Paco se fijaron en algo: la señora había puesto
servicio para tres exactamente.
—¿Crees
que pueda vernos? —susurró Paco, ya no tan seguro de su invisibilidad de
fantasma. Miró a su hermano Quique con reprobación, pues éste ahora jugaba con
los faros del automóvil familiar. Jacinta se apresuró a tomarlo en brazos y catafixiándole el mecate por un cocol para
impedir más destrozos.
—¿Importa
demasiado? —respondió Jacinta, restando importancia a la situación y separando
los vasos para servir el chocolate— Juana y Elena dicen que a veces pasa,
aunque no sea muy común. Como sea, se olvidarán de todo en cuanto nos vayamos
mañana.
—¿Realmente
vamos a quedarnos? —preguntó Paco mientras revoloteaba para tomar su vaso y un
cocol.
—Estoy
cansada y aunque cerraste mis heridas, los brazos y las piernas me están
doliendo por el esfuerzo. Necesito recuperar fuerza. Además, no tenemos nada
mejor que hacer hoy, o mañana, o pasado…
—Supongo
que tienes razón, no perdemos nada —coincidió Paco, con la boquita llena de
pan— Si algo nos sobra ahora, relativamente, es el tiempo —concluyó, mientras
le daba un sorbo a su chocolate caliente. Su carita de circunstancias se cambió
inmediatamente por una de tierno placer infinito al degustar la bebida. Jacinta
se mordió los labios para contener su sonrisa y lo rodeó con el brazo para
acercarlo a su pecho un momento.
Jacinta
ya no dijo más. Se dedicó, como Paco, a un cocol, a su parte de chocolate y en
atender a Enrique, que no tenía problemas para mordisquear el pan, pero sí para beber del vaso sin hacer un
reguero.
Cuando
acabaron con el contenido de la jarra y de la bandeja —Jacinta sólo comió un
cocol, pero sí dos vasos de chocolate— la mujer regresó con unas cobijas, que
extendió al lado de la puerta, justo debajo de la ventana de la salita, sonrió
nuevamente a la cazadora, le deseó buenas noches y se metió a su casa.
Jacinta
demoró un poco en tumbarse en su improvisado lecho. Cuando lo hizo, se acostó
por encima de las dos cobijas, sin cubrirse, tendida panza-arriba y recta como
un soldado. Así permanecería toda la noche. Se durmió rápido, con Paco acurrucado
a su lado izquierdo, dentro de su cántaro y con Quique sobre su estómago,
aferrado a su mecate y chupándose el pulgar.
Permanecieron
así una hora o dos al menos. Luego, cuando Paco estuvo seguro de que los otros
dos estaban bien dormidos, fue que se levantó y voló por encima de la casa para
irse a posar en una banca en el jardincito trasero de la casa.
La
verdad era que Paco era, de los dos tlaloques, el más consciente de su
condición, de sus manitas heladas eternamente, de lo muy diferente que era
comparado a otros niños y encima, el hecho de que sólo ellos y los animales
eran capaces de verlo y comunicarse con él. Aunque le encantaba comer y tomar
leche en compañía de sus hermanos, dormir en el regazo de su hermana, la cosa
era que ya no le resultaba de vital importancia. Todo eso era un gusto y una
costumbre nada más.
—Bueno
—susurró para sí— al menos los adultos ya no pueden hacerme daño ni agarrarme
por sorpresa…
La
maestra tlaloque, Mai, le había enseñado muchísimas cosas sobre el manejo de su
cántaro y había otras que él había ido experimentando por sí mismo no sólo con
su inseparable herramienta de trabajo, sino con su propio cuerpo.
Miró
la palma de su mano pequeñita y flexionó los dedos un par de veces para luego
girarla para contemplar el dorso de la misma. Frunció levemente el ceño, algo
concentrado y luego, de súbito, cerró la mano en puño: del antebrazo surgieron
media docena de afiladas espinas de hielo. Al relajar el brazo, éstas se
replegaron y desaparecieron como si nunca hubieran estado allí.
—¡Guau!
—dijo de pronto una vocecita a sus espaldas. Paco pegó un respingo enorme. Era
la pequeña Maya. Paco suspiró para calmarse con una mano en el pecho.
—¿Qué
no deberías estar dormida? —Preguntó— Por si no te acuerdas, tus problemas empezaron
justo por eso…
Maya
se rió tapándose la boca con la mano sin hacerle caso y se sentó a su lado en
la banca al lado de la puerta trasera. Después de unos segundos de duda, la
niña le dio un empujoncito en el hombro desnudo. Abrió los ojos como platos.
—¿Por
qué estás tan frío? —dijo Maya. ¿Escuchaste
al menos una palabra de lo que te pregunté, niña?, pensó Paco a su vez.
—Estoy
muerto —soltó Paco, como si fuera lo más tonto y obvio del mundo. Se produjo un
silencio entre ambos, durante el cual Maya pareció tratar de asimilar las
palabras del tlaloque, mientras que Paco, algo desconcertado e incómodo, sólo
por hacer algo, llenó su cántaro y se puso a preparar más agua curativa para su
hermana.
—¿Qué haces? ¿Cómo llenas eso? Te vi
sacar el agua de allí para curarme mi piecito, y los rasponcitos de tu
hermanita… ¿Cómo lo haces?
Paco la miraba de reojo sin
desconcentrarse de su tarea. Agregaba hojas y algunas otras cosas a su jarro.
— Extraigo ciertos componentes
curativos que necesito de estas plantas junto con la humedad que poseen, lo
mezclo con el agua que puedo hacer brotar de mi cántaro para hacer un
concentrado capaz de cerrar las heridas que mi hermana recibió. Es algo que
podemos hacer los tlaloques de agua, ya que el jarrón de alguna forma es capaz
de condensar la humedad que ya existe en el ambiente con gran rapidez y
reunirla en el interior de éste… Al menos eso es lo que he podido deducir en
todos los años que llevo practicando… —al darle una nueva ojeada, se la
encontró con la boca abierta, pasmada.
—¡Guau! —Había dicho Maya después de
un momento de silencio—. Eres un niño muy chiquito y listo. Mi primito está
como tú y sólo sabe decir algunas palabritas.
— La verdad –dijo Paco, poniéndose
rojo—, la verdad es que, según mis cálculos yo debo poseer poco más de tu edad…
Digo, de haber vivido —entonces hizo algo que había descubierto cómo hacer en
los Días de Muertos: juntó su energía, se concentró muy bien y entonces, su
cuerpo entero, desde la punta de los dedos, hasta la de cada una de las plumas
en sus alas, se estiró, revelando así la forma que tendría a sus ocho años.
Para su sorpresa, Maya aplaudió.
—¡Qué bonito! Parecías querubín,
ahora eres un angelito, como los dibujos que veo en la escuela dominical.
Era una niñita simple que no se
llenaba la cabeza con problemas más grandes que ella, en pocas palabras, era
una niñita estándar, normal. Iba al kínder, jugaba en el parque, no le gustaban
los hongos, ni la cebolla, ni las pasas…
Difícilmente entendía lo que Paco le
decía, pero lo intentaba con ganas. No dejaba de hacer preguntas.
Él hizo todo lo posible para
ajustarse al nivel de ella, pero por alguna razón le era difícil ver el mundo
desde la sencilla perspectiva de esa niñita. Todo era rosa para ella. A pesar
de todo le resultaba agradable olvidarse de su realidad de costumbre.
Maya
hablaba como avalancha, era imaginativa, incoherente, aún trastabillaba con las
palabras largas… su vocabulario era reducido, lleno de diminutivos, de
fantasía. Paco se dio cuenta entonces del océano de diferencia que había entre
ellos y el hecho de que, de haber continuado vivo, no habría sido un niño
normal.
Maya
sólo pensaba en una cosa en ese momento: jugar. Seguía demasiado alborotada
como para dormir y usó toda su necedad para conseguir que Paco dejara el
cántaro y le hiciera segunda.
El
tlaloque era introvertido y reservado en su mayoría, pero cuando se despertó su
naturaleza infantil, fue poco lo que pudo hacer para contenerla.
—Maya
—dijo con el semblante aún serio.
—¿Qué?
—respondió la niña, casi habiéndose dado por vencida. Una sonrisa le iluminó el
rostro al sentir la fría mano del tlaloque dándole un empujoncito en la nariz.
—¡Tú
las traes! —y escapó como una centella hasta el otro extremo del jardín
trasero. Esta vez, Maya llevaba sus pantuflas y no había vidrios a los qué
temer. Corrió feliz de la vida tras el tlaloque, que la esquivó con facilidad.
—¡Olé!
—bromeó Paco. La maniobra se repitió muchas veces, para encanto de la niña,
pues Paco parecía ligero como una pluma y saltaba por encima de ella sin
dificultad alguna, al menos hasta que Maya se cansó de perder siempre y empezó
a reclamar.
—¡No
se vale, no se vale! —gruñó— ¡Estás volando todo el tiempo! Yo no puedo volar…
Paco
giró los ojos en redondo y se posó a pocos metros de Maya, que aplaudió por ese
pequeño triunfo y las cosas cambiaron de lugar:
Paco
no caminaba y mucho menos corría a menudo, pues había muerto muy chiquito y se
había acostumbrado pronto a las alitas grises y a dar saltitos de gorrión por
aquí y por allí. Caminando era realmente, realmente torpe.
Después
de una hora o dos de caídas y tropezones, Paco se dejó caer de panza sobre el
césped y Maya, al grito de ¡Bolita a
Paquito! Se le dejó caer sobre la espalda sin mucha delicadeza. Como Paco
no estaba acostumbrado a esos juegos, ni a la sensación de que le cayeran sobre
la espalda, simplemente no lo sintió. Su sentido del tacto estaba directamente
ligado al de la vista. Si no lo veía, no lo sentía y ya, pero sí percibía el
aliento de Maya sobre su cuello, relajándose lentamente. Ya estaba exhausta y
le pesaban los párpados.
—Son
casi las dos de la madrugada, Maya —susurró Paco.
—¿Cómo
lo sabes? —respondió Maya en tono somnoliento, conteniendo apenas un bostezo.
—Aprendes
algunas cosas así cuando pasas mucho tiempo en la calle y sin reloj —rió Paco
con suavidad— ¿Sabes? Tal vez deberías quitarte de mi espalda o pescarás un
resfriado.
Viendo
que Maya dejaba de responder, Paco no vio de otra que convertirse en vapor para
dejar que la niñita, poco a poco, atravesara su cuerpo hacia el césped. El
rocío que Paco había producido sobre la vegetación hizo a Maya estremecerse de
frío.
—Vamos,
dime dónde queda y te guiaré a tu cuarto —susurró Paco para no despertarla del
todo.
Con
esfuerzo, Maya se puso de pie y Paco se pasó uno de los delgados brazos de la
niña por encima de su cuello y con la otra mano, la sujetó por la cintura del
camisón.
Poniendo
todo el cuidado del mundo en los torpes pasos que no solía dar, Paco guió a
Maya por la planta baja hasta la escalera y de allí hasta su habitación, que no
era muy diferente a la mente de la niña: Princesas, rosa y disfraces por todos
lados. Lo único que desentonaba era la cama, pues era una litera color rojo
vino, con una tercera cama oculta hasta abajo.
—Cama
de en medio…
—Claro,
debí saberlo —bromeó Paco entre susurros. Era la única cama tendida y llevaba
un edredón de princesas y ponis. La malvada
ventana, ahora cerrada, ocupaba un tercio del costado de la litera y daba al
frente, a la calle principal — ¿Por qué tanta cama?
—Tío
Brandon, mi padrino o mis primas a veces se quedan aquí —susurró Maya, más para
allá que para acá.
Cuando
estuvo instalada bajo las mantas y Paco se disponía a salir en silencio, Maya
lo retuvo de la muñeca.
—¿La
llorona ya no me va a llevar? —preguntó.
—No,
ya no —respondió Paco, sentándose en el borde de la cama— Puedes dormir
tranquila.
—¿Paco?
—¿Sí?
—Gracias
por salvarme y por jugar conmigo… —fue lo último que susurró Maya antes de caer
profundamente dormida esta vez.
-o-
Al día siguiente, no mucho después del amanecer,
después de unas rondas más de leche con chocolate y huevo con salchichas —estas
últimas, Jac sólo espulgó las salchichas y dejó el huevo—, se dio la despedida.
Paco
le dio un empujoncito a Jac cuando la madre de Maya, nuevamente, trató de
acercar su mano para estrecharla y agradecerle por última vez. A regañadientes,
Jacinta extendió la mano izquierda, dio un rápido apretoncito a los dedos de la
mujer, dio media vuelta y se alejó corriendo.
La
mujer, aunque antes había percibido el alboroto de los tlaloques alrededor de
la niña cazadora, ahora podía verlos, aunque hizo un gran esfuerzo en
disimularlo.
Muy
difícil, de hecho, ya que cuando Maya gritó, agitando la mano en despedida para
el ser alado más chiquito con un ¡Hasta
luego, Paco! , éste, con una sonrisa algo falsa de la que la niña no se
percató, respondió con claridad:
—Adiós, Maya —sin poderlo evitar, sintió
un nudo en la garganta y se abrazó a su hijo mayor, pasándole también el don de
ver a los pequeños fantasmas. Al escucharlo tomar aire súbitamente, le cubrió
la boca con los dedos para que callara.
Adiós, Maya, pensó Paco mientras se
alejaban por la calle. Crece y olvida que
nos conociste. Espero poder verte algún día. Sólo uno debe recordar este
encuentro…