jueves, 29 de mayo de 2014

Quick story.

Verán, ocurre que estoy tan aburrida y hace tanto que no escribo apropiadamente, que voy a hacer un ejercicio de redacción rápido aquí. 
No esperen la gran maravilla y obviamente no estará editado, simplemente será lo que me salga de la punta de los dedos en el transcurso de una hora.
Como sea, allá vamos y aceptaré sugerencias para el título en el área de comentarios.

Imagina por un momento que entras en una habitación completamente oscura y desconocida.
Aunque es relativamente cálido, hay una energía que te produce escalofríos, algo que te hace sentir como si no fueras bienvenida allí, pero tampoco tienes manera de irte. Así me sentía yo, como si hubiera llegado a la gran fiesta del siglo, pero que todo mundo sabe que no fui invitada, como no hay ruta de escape ni vuelta atrás, no te queda otra que avanzar paso a pasito, tratando de mezclarte, de desaparecer entre la multitud que te mira fijamente y con cierto desprecio.
Claro, todo esto sólo es una suposición, pues no hay ser vivo en la tierra que pueda recordar algo así, sólo estoy imaginando cómo sería si pudiera recordarlo...
Como digo, la "habitación" se siente vacía y está totalmente oscura y lo único que atiné a hacer, fue avanzar con cuidado, con miedo, buscando algún lugar donde sentirme menos incómoda para poder quedarme allí. Suponiendo que estás en soledad, imagínate entonces el susto de los mil carajos que te llevas cuando chocas con otro más grande que tú en la oscuridad. Me encogí con el terror poseyendo cada fibra de mi diminuto ser. 
"¡No me hagas daño, por favor!", pienso, pues no hay mas que un hueco sonido de fondo, el cual curiosamente es el que no me hace sentir bienvenida allí. Tampoco puedo llorar, gritar ni emitir sonido alguno, sin embargo, yo sé lo que expresé.
Sorpresivamente, descubres que "eso" más grande que tú, se siente más cálido que toda la habitación. Algo así como si te hubieras encontrado con un gigante amable o con un afectuoso y gigantesco animal cálido y peludo, que se te junta para confortarte.
"¿También eres nuevo aquí, verdad?", parece expresar. "Calma, yo llegué aquí apenas un tanto antes que tú y también tengo miedo, pero no voy a hacer te daño. ¡Pobre cosita! Estás temblando, vamos, te compartiré mi calor, hasta que tú puedas valerte por tu cuenta"
Lo agradeces infinito, su presencia es mil veces más grata que cualquier otra cosa. No hay historias que contar, no hay risas, ni plática alguna, sólo dos seres que se abrazan para no perder el vital calor.
No sabes cuánto tiempo pasa, pero es tan agradable que cuando mi compañía manifiesta nuevamente una idea, es como despertar de un sueño, tardas un poco en asimilar lo que se te está comunicando.
"Es suficiente", parece decir. "Debemos soltarnos ahora. Ya deberías poder por tu cuenta"
Entro en pánico otra vez al sentir cómo se aleja un poco, tan sólo un poco de mí.
"¡No!" suelto en un ataque de ansiedad, pegándome de nuevo a su calor.
"No hay nada que temer, sólo me alejaré un poquito. Seguiré a tu lado, pero no tanto. Siempre estaré junto a ti. Todo estará bien", expresa con voz calmada, alejándose de nuevo de mí.
Me niego rotundamente y ella (siento que es como yo) accede a "sólo un ratito más", pasado el cual, con mucha más firmeza, me repite que hay que separarnos, pero yo soy demasiado cobarde para afrontar sola-sola el ambiente que nos rodea.
"Hablo en serio, si no nos separamos ahora, ya no..."
"¡No me importa! ¡Estoy asustada y te quiero, no voy a soltarme de ti!"
Los razonamientos no funcionan, yo me empeño en aferrarme a ella y el tiempo pasa y pasa y empiezo a sentir su calor confortante todo a mi alrededor e incluso el sonido hueco de fondo que hasta ahora se escuchaba, es sustituido por uno más suave, más armónico, más tranquilizador. Sí, allí es donde quiero estar. Mi hogar está en ella, justo junto a su corazón, creciendo juntas. Ella es fuerte y me protege, me hace sentir feliz. Sí, de hecho, el primer concepto que pulsa en mi, es el de pertenencia: Yo le pertenezco y ella me pertenece. Algún día yo la protegeré, pero por ahora, ella me protege a mí. Yo decidí mi camino. Yo decidí no ser yo, no ser nada para nadie más que para ella. Nunca estaremos solas, jamás...
Dormí por mucho tiempo después de eso... Demasiado de hecho. Mi primer recuerdo real, consciente, fue el dolor. En mi brazo, el derecho. Algo me estaba quemando justo donde sí podía sentirlo. 
Chillé con toda mi fuerza. Mi voz, por primera vez usada, profirió palabras que no sé cómo conseguí extraer de la memoria de ella. Lo siguiente que recuerdo es el aroma a carne chamuscada y a humo de papel y marihuana, la lucecita roja de una cámara de 8mm. Luego me faltó fuerza y volví a dormir dentro de mi hermana.
A partir de entonces, mis recuerdos vienen y van, son retazos intermitentes de cosas que sentí que ella no debía percibir. Ya era útil, ya podía protegerla de algo.
A veces conseguía abrir los ojos que comparto con ella y analizaba mi entorno: escuchaba, olía, sentía... Pero moverme, no. Su cuerpo es muy pesado para mí y yo aún soy tan débil, tan pequeña...
Una madrugada, todo cambió, pues ella estaba débil y enferma, pero había alguien más que ella protegía y procuraba... Dos pequeños. Y estaban en peligro.
Hice un gran esfuerzo para levantar ese gigantesco cuerpo. Ella me ayudó sin saberlo. Usé mi propia voz, por segunda vez en la vida para plantarle cara a un enemigo que se parecía a mí, pero mucho más grande. 
"¡Métete con alguien de tu tamaño!, ¡Cobarde! ¡Quítales las garras de encima!"
Los golpes llovieron. Moví el único brazo que me obedecía por completo para proteger el rostro y el cuerpo de mi hermana. El hueso crujió y se rompió. Fue demasiado para ambas. Yo sufrí una sobrecarga sensorial con el brazo roto, el miedo, la rabia... Ella estaba muy, muy enferma...
El frío y la oscuridad regresaron a mi como debió ser hace tantísimo tiempo. De nuevo no había palabras, sólo la comunicación no verbal de antes. 
Alguien nos recibió,  nos cuestionó de algo que no recuerdo y luego nos envió de regreso... 
Mi consciencia fue despertando más y más desde entonces, mi fuerza gota a gota empezó a crecer. 
Cuando regresamos a este mundo, fui yo la que reventó de un chispazo la máquina que nos devolvió la vida. Fui yo la que gritó "¡Cobarde!" al fantasma de la mujer asesina que se alejaba...
Meses después, finalmente tuve la fuerza para comunicarme nuevamente con mi hermana, avisarle del peligro al que se enfrentaba, razonar con ella para que me dejara protegerla como ella me protegió a mí en su momento. Había llegado la hora de pagar mi deuda con ella...
Por mucho tiempo ella creyó que la locura se había apoderado de su cabeza traumatizada y sin embargo me dio un nombre, me obsequió aún más con su calor... Confió en la fuerza de mi salvaje locura... Me convirtió en su ángel guardián, su compañera, su confidente, su pareja... Acabó siendo consciente de que no era una invención,  me aceptó como la primera criatura que protegió de un peligro mayor, su primera hermana. 
Jacinta, cariño mío, nunca te defraudaré, nunca te abandonaré. Eres mi mundo, mi todo. 
Por el resto de nuestra vida, te protegeré, te buscaré la felicidad... 
¡JA JA JA JA JA JA JA!





Buenas noches gente, espero que les haya gustado y repito, acepto sugerencias en cuanto al título.
¡Los quiero mucho, gracias por leerme! Mil besos


miércoles, 21 de mayo de 2014

Perdonen por la espera...

Soy una terrible persona, que los dejo colgados por tanto rato entre publicación y publicación, pero es que no puedo escribir bien en el smartphone (de hecho, casi ni puedo acceder al menú que me permite escribir las entradas) y últimamente no he podido ocupar la laptop en casa.
La verdad es que también he andado un poco alicaída y sin ánimos de hacer nada, lo cual no es bueno para la historia, para mí ni para nadie a mi alrededor.
Tengo varias ideas en la gaveta y de verdad espero poder sacarlas pronto de ahí, sé que valen la pena, sólo necesito poder concentrarme y hacerlo, pero me está tomando más trabajo del que creí.
Y hablando de trabajo, sigo desempleada, lo cual es la principal causa de estar deprimida, porque a mi me anima mucho el poder comer cualquier cosa que se me antoje pagada con mi propio dinero, poder salir con mi hijo y cosas así.
De momento eso lo estoy sobrellevando al reírme un poco, en privado, de la gente a mi alrededor (hacerlo de frente, lo considero de mal gusto y un poco grosero). Uno de esos chistes privados, es el relativo a la manía que tiene mi pareja de atiborrar las pantallas de su teléfono y de su sesión de la computadora, con imágenes de chicas anime muy provocativas.
¡NO, no estoy celosa! Estoy perfectamente consciente de que son imaginarias e incluso yo opino que la mayoría son muy guapas, pero saturar de esa forma una pantalla, especialmente cuando nuestro hijo también ya ocupa la computadora en ocasiones, se me hace un poquito de mal gusto. Todavía está chico como para ese bombardeo... Aunque claro, eso es mi opinión del asunto.
Como sea, el hecho es que me desquité un poco al buscar en deviantart.com algunas imágenes de su chica favorita de videojuego, Bayonetta... Pero en versión masculina. Y la verdad es que el chico Bayonetta no está pero para nada mal, así que descargué varias y algunas otras imágenes de mis chicos favoritos sexies de manga y anime y me los he estado rolando para que aparezcan en mi pantalla de bloqueo y el wallpaper de mi celular, porque en mi sesión de la computadora, sigue siendo una imagen del "una noche estrellada" de Van Gogh o alguna otra por el estilo.
Mañana veré lo de otro trabajo y así. La verdad es que no hay nada que reportar, lo lamento.
Quisiera saber si sí les está gustando mi historia para así saber qué terreno estoy pisando, aunque con ver las estadísticas, considero que no voy mal encaminada...
Lamento cortar ya, pero la computadora de hoy, es prestada y ya es hora de irse.
Gracias por leerme, recuerden que los quiero mucho y que aquí seguiré tan a menudo como me sea posible, así como también procuraré poner en cada entrada la fecha aproximada en que pondré el siguiente, que para mí lo ideal sería cada quince días, pero ya veremos. Que pasen una buena noche y aquí seguimos, lento pero seguro. ¡Mil besos!

jueves, 1 de mayo de 2014

Maya Capítulo Completo



Maya

Sueña mi amor, con días de luz…
Sueña con felicidad.
Cierra tus ojos, duérmete ya.
Al despertar, ahí estaré…

—¿Mami? —Pregunta desconcertada la niña al asomarse por la ventana de su cuarto— ¿Mami, qué haces ahí abajo a estas horas?
Tendrías que bajar para ver, mi amor…
—¿Hay algo bonito ahí mami?
Claro. Las estrellas… vamos a verlas mi cielo…
—Pero hace mucho frío mami, y es tarde.
Tú tienes que venir… esto es algo maravilloso…
—Pero tengo sueño mami… Otro día…
Tú vas a venir ahora…
Algo tarde, la niña se da cuenta del engaño: una llorona ha confundido sus sentidos para conseguir que al menos abriera la ventana. Ahora que lo ha conseguido, el espectro maldito se mueve con la velocidad de una ráfaga de viento hasta el marco de la ventana del cuarto de la niña, la sujeta por el pecho del camisón y se la lleva flotando.
La pequeña grita aterrada al simple contacto del espectro y chilla desesperada al ver alejarse la tierra firme y su hogar a sus pies. Llama a su verdadera madre, a su padre y a su hermano que duermen en las otras habitaciones de la casa.
Todos se despiertan con un sobresalto. La madre y el hermano, enfermera y paramédico de profesión, reaccionan con mayor rapidez, pero desgraciadamente llegan tarde para impedir el secuestro.
La madre, aterrorizada, baja las escaleras de casa, sale al jardín y corre, descalza y en camisón, intentando desesperadamente alcanzar al fantasma que se lleva a su hija, o al menos no perderlas de vista. Pero el fantasma, aún cargado y planeando bajo, se desliza por el aire mucho más rápido que ella. En un par de minutos ya se ha alejado demasiados metros y un poco más tarde, hasta los gritos de la niña han sido ahogados por el viento frío de la madrugada, Finalmente la madre pierde las fuerzas para correr y conmocionada se deja caer de rodillas con la mirada fija en el minúsculo punto blanco en la lejanía.
Su esposo y su hijo la alcanzan no mucho después, pero el punto blanco ha desaparecido.
Bastante lejos de allí la llorona se posa en un pastizal de las afueras y bota su carga sin mucho cuidado a sus pies. Quiere comer tranquila, o al menos tanto como lo permita su escandalosa presa.
—¡Silencio mocosa! —gruñe de malos modos. Su carácter y tono son inversamente proporcionales a su increíble belleza.
En vez de acallarla, consigue lo contrario. La llorona pierde lo que queda de paciencia y, pese a que le gusta disfrutar despacio de su comida, decide que lo mejor es acabar pronto con ella.
Sujeta a la niña por el cuello, ahogando a medias los llamados de auxilio a su madre.
El bello rostro de la llorona revela su maldad interior, luciendo súbitamente carcomido, seco, pútrido. Ambas manos son ahora aterradoras garras. Aquella que no está sujetando a la niña se prepara para encajar sus uñas en el frágil tórax, romper lo que se le interponga en el camino incluyendo el corazón y extraer el alma de un cuerpecito que seguramente aún estará vivo un doloroso rato más.
La niña cierra los ojos sin dejar de sollozar, anticipándose al golpe y a su horrible final. Pero de pronto un potente y helado chorro de agua cae sobre cazador y presa. La llorona chilla entre sorprendida y furiosa. Odia el agua y el inesperado ataque la hace liberar presa y retroceder de un salto.
La niña cae en un enorme charco de lodo. Al conseguir limpiar un poco la suciedad de sus ojos  se encuentra con una de las escenas más raras que vería en la vida:
Ante ella, enfrentando a la llorona hay una niña. Mayor que ella pero aún debajo de la adolescencia. Lleva una falda azul tableada que ya le viene algo pequeña y una camiseta negra sucia y dañada con los restos de tinta blanca de una frase ingeniosa. La muchachita impide cualquier avance que el fantasma intenta. Ambas gruñen a la otra, se miden entre sí y dan manotazos o pequeños ataques de advertencia.
Con apenas un zumbido como aviso, repentinamente cae un relámpago entre las contrincantes seguido del respectivo trueno. La llorona grita y retrocede. La vaguita da media vuelta en una fracción de segundo y se tira sobre la niña para protegerla de un segundo relámpago.
La pequeña siente bajar la temperatura súbitamente, como si en vez de primavera fuera invierno. Escucha un silbido cortando el aire y justo después de otro chillido de la llorona, una vocecita infantil grita:
—¡Corre, Jac, corre!
Jac se levanta, sujeta a la niñita contra su pecho y sale corriendo todo lo rápido que puede en dirección al pueblo.
La chiquilla, aunque se siente más segura en brazos de la vagabunda, sigue demasiado asustada como para atreverse a mirar atrás. Jac, aun cargando con ella corre a buen ritmo, pero no lo suficiente como para hacerla dejar de preocuparse por su agresora, a quien pude escuchar chillando, maldiciendo y despotricando rabiosa contra algo o alguien que le impide reducir la distancia de persecución.
Llegan a las afueras del pueblo, al parque cercano a la iglesia. La energía de la joven no da para más, así que baja a la niña y continúan trotando tomadas de la mano y se esconden detrás de una de las jardineras. La niña se abraza de la vagabunda: tiene el feo presentimiento de que la llorona no tardará en aparecer de sorpresa por cualquier lado.
Mientras tanto, la vagabunda recupera el aliento, atenta a todos los demás sonidos a su alrededor.
Entonces ocurre lo que temía la niña: la llorona aparece al lado de la jardinera, justo por donde ella está. Sin embargo la muchacha, con agilidad, la jala por el camisón y la arroja tras de sí con cierta brusquedad, para saltar inmediatamente después sobre el espectro.
La niña escucha un quejido de la vagabunda y luego un grito cercano de la llorona. Se asusta tanto que se aovilla y cierra los ojos: Si el fantasma ha acabado con su protectora, la que sigue es ella. Sin poderlo evitar, llora. Lo que más desea en ese momento es no haber abierto la ventana, no haber sido engañada por la llorona y encontrarse durmiendo a salvo y tranquilamente en su cama, o que todo se trate de una pesadilla de la que despertará para encontrarse en brazos de su mamá.
Casi sin desearlo, reúne algo de valor y abre levemente los ojos: la muchacha está lejos, tratando de levantarse. En efecto ha sido herida y le cuesta trabajo moverse. La llorona gira la cabeza hacia una y luego hacia la otra y finalmente se desliza a toda velocidad a la posición donde se encuentra la niña, que cierra nuevamente los ojos.
—¡Paco! —escucha gritar la niña a la vagabunda.
Repentinamente, en vez de sentir nuevamente la escalofriante mano de la llorona sobre ella, vuelve a sentir el ambiente helado a su alrededor y escucha un aleteo y un gluglú frente a ella, a la llorona chillando y maldiciendo, pero su voz suena apagada.
La niña abre los ojos y ve ante ella lo que parece un querubín: un niñito, casi un bebé, idéntico a la vagabunda, con alitas grises emplumadas y un cántaro gris de su tamaño al lado, vestido apenas con un taparrabo de manta gris. Al fijarse bien en todo, cae en la cuenta de que el frío proviene del niño, el agua surge del cántaro y que ha formado una cúpula de hielo a su alrededor para protegerla. Afuera pueden distinguirse destellos luminosos y se escuchan algunos truenos, pero el escudo de hielo no deja ver con demasiada claridad.
—Eh, tú —dice el nene con su vocecilla aguda de bebé pero con claridad de gente mayor— ¿Cómo te llamas?
—Maya —balbucea la niña bastante asombrada.
—Vale, Maya. Abriré un agujero en el hielo para que puedas escapar. Corre a tu casa. Mis hermanos y yo te protegeremos…
—¡No! —Gritó Maya— ¡No me dejen sola, me asusta!
El niño iba a decir algo para calmarla tal vez, pero en el exterior se escuchó un golpe fuerte de algo cayendo y patinando sobre la grava y un grito de dolor de la hermana del niño, que pareció perder la noción de todo lo demás al escucharla.
La cúpula se derritió cerca de la jardinera dejando un paso suficiente como para que la niña saliera, pero ésta dudó.
—¡Corre ya! —Gritó el bebé, lanzándole una mirada tan intensa y fuerte, que Maya se asustó y obedeció sin discutir más. En cuanto salió y dio algunos pasos de la carrera, la cúpula explotó en granizo vivo, ya que no se desperdigó por cualquier parte, sino que se dirigió directamente sobre la llorona, que chilló de nuevo, rabiosa.
Maya corrió todo lo rápido que pudo, pero al ganarle la curiosidad y ver atrás, se tropezó y se lastimó el pie con algunos vidrios rotos de botella que había en la calle. La pobre niña, aún con madre y hermano dedicados a la medicina, nunca había visto tanta sangre. Se asustó muchísimo y no sabía qué hacer. De nuevo lloró al ardor de las heridas.
Ni cuenta se dio entonces del momento en que el fantasma se escapó de la vagabunda y los dos niños alados, sino apenas hasta escuchar una risa demoníaca a sus espaldas, a pocos metros. Maya trató de alejarse sin conseguir otra cosa que hacerse más daño, con un gran trozo de vidrio encajado en su pie. Gritó al ver a la llorona alzar su garra contra ella. Cerró los ojos. Escuchó y sintió un relámpago enfrente suyo, luego un aleteo y un cuerpo aterrizando en la grava frente a ella. Otro gruñido de dolor. Abrió los ojos.
La vagabunda estaba nuevamente allí, pero esta vez la llorona le había atravesado el cuerpo con el ataque que iba contra la niña.
—Gran error, cena —masculló la vagabunda. La llorona gritó y empezó a luchar inútilmente por liberar su mano.
De nuevo el niñito alado se posó cerca y la acicateó para que huyera. Maya lloró nuevamente, con una mezcla de pánico y dolor. El niño vio la sangre. Pareció pensar un segundo mirando a su hermana y al espectro forcejear.
—Estará bien —se dijo en voz alta y en una fracción de segundo sujetó la mano de la niña, la elevó unos centímetros del suelo y se alejó con ella volando.
Maya consideró que era muy fuerte aquél chiquitín. No sólo la estaba llevando a ella en una mano, sino que en la otra llevaba el cántaro de barro enorme.
—Vamos a parar aquí —dijo de pronto Paco— ya no hay peligro —en efecto, hacía poco que ya no sonaban los gritos ni otro sonido que el de una noche tranquila y normal. La vagabunda había vencido a la llorona.
Paco revoloteó hacia el costado del camino que seguían y depositó a Maya al pie de un árbol.
—Veamos ese pie —declaró con una linda sonrisa. Por alguna razón, a Maya le pareció estar ante un simpático doctor.
Paco se presentó más apropiadamente. Ella sabía su nombre por escucharlo de boca de la chica, pero nada más.
—Soy un tlaloque —explicó Paco— Mi otro hermano también lo es y mi hermana es una cazadora de lloronas. Venimos siguiendo a ésa desde hace algunos días…
Paco agarró el vidrio encajado en el pie de Maya y esta gritó a la defensiva. Se puso difícil como cualquier niño: dolía demasiado y la curación solía ser peor aún. Discutieron. Maya lloró a gritos. Paco perdió la paciencia, soltó el pie, el vidrio, la sujetó de los hombros y la miró duramente:
—¿Quieres que se infecte, se ponga de un color feo y que entonces no quede de otra que cortarte el pie? —preguntó. Maya que se había quedado estática de la sorpresa, volvió a hacer pucheros y sorber por la nariz.
Paco se cubrió los ojos con la mano buscando paciencia. Finalmente se levantó y tomó su cántaro.
—¡Vale pues! Espérame cinco minutos. Necesito algunos ingredientes para resolver esto…
Con cara algo fastidiada levantó el vuelo nuevamente y se alejó entre los otros árboles.
Maya lo escuchaba revoloteando por aquí y allí, el gluglú del cántaro, lo escuchó refunfuñar y algunos silencios ocasionales. Algo después, durante uno de éstos, la niña percibió el crujido de la grava del camino bajo el peso de alguien que andaba hacia ellos. Crack, ras, crack, ras… paso y arrastre, paso y arrastre. Luego se fijó y vio a lo lejos una silueta de movimientos torpes que después de algunos metros más de avance se recargó en otro árbol para tomar aliento y seguir andando.
Crack, ras, crack, ras… finalmente la cazadora de lloronas, con la ropa casi cayéndose a pedazos, cubierta de mugre, pasto y sangre llegó donde Maya, se recargó a su lado en el árbol y se deslizó hasta quedar sentada sin una sola queja. Incluso volteó a ver a Maya y le acarició la cabeza con suavidad para luego dejar lacias todas las extremidades y entornar los ojos para descansar.
Paco regresó entonces y después de pegar una sonora exclamación ante el estado deplorable en que estaba su hermana, se puso a atender las heridas de ambas. La cazadora insistió en que se empezara con la niña.
—Claro, empecemos con la paciente difícil —gruñó Paco con sarcasmo. Luego se dirigió a Maya con seriedad— Tú decides princesa. Y créeme que no soy muy simpático para lo difícil…
Maya hizo un puchero mirando a la hermana de Paco, pero se encontró con que aquélla no tenía expresión en absoluto y que no la conmovería con lágrimas de cocodrilo. También sintió culpa: ahora que la veía con detenimiento, la joven que tan valientemente la había salvado tenía heridas peores que las suyas, sin embargo no se estaba quejando ni llorando. Maya acabó extendiendo el tembloroso pie.
Paco suspiró con aire satisfecho, levantó su cántaro y vació un poco de agua sobre la extremidad lastimada. Maya cerró los ojos bien fuerte, porque esperaba que el remedio le ardiera mucho o le dolería de algún modo. Sin embargo, esperó en balde el escozor y la molestia.
Justo iba a abrir los ojos, cuando sintió las manos de la vagabunda cubriéndoselos con mucha suavidad.
—Sentirás un jaloncito —dijo Paco, cosa que en efecto pasó. Luego sintió algo de frío en donde recordaba que se había encajado el vidrio después, nada. La vagabunda quitó su mano de encima de los ojos de la niña y ésta descubrió que todo había pasado ya. No había ni una gota de sangre a la vista ni en el suelo ni en su pie, que de hecho sentía fresco y más limpio que el resto de su cuerpo. Luego le tocó el turno de ser atendida a Jac y entonces Maya pudo ver el prodigio de aquél cántaro:
Paco movió suavemente sus pequeñas manos y el agua empezó a surgir del cántaro como si fuera una serpiente, contradiciendo la gravedad y se enroscó en la pierna de la joven. La tierra, basura y ramitas que estaban cubriendo las heridas de allí, se desprendieron, flotaron en todas direcciones y salieron del agua, cayendo al suelo. Mientras tanto, las magulladuras se iban cerrando. Un par de segundos después, al retirarse el tentáculo líquido de la pierna, de todas aquellas heridas eran sólo pequeñas marcas rojas que ya no sangraban y que, según dijo Paco, pronto desaparecerían. El niño repitió el proceso en el resto de las heridas: brazos, la otra pierna, cara, cintura…
—Esa falda vio mejores días, hermanita —comentó Paco mientras aquella se estiraba, flexionaba los dedos de las manos y se ponía en pie— Y la playera ni se diga. Necesitamos conseguirte otra cosa —Jac no respondió. Simplemente se sacudió lo que pudo de tierra, tomó la mano de Maya, la puso en pie y jaló suavemente de ella para iniciar camino, regresarla a casa.
Maya miró por primera vez con todo el detenimiento que pudo a la chica que caminaba a su lado.
Jac era menudita, mayor que ella, aunque no sabía que tanto. Su cara era más bien llenita como la de una niña, pero la expresión seria en ella y en sus ojos (de un color café grisáceo claro que uno no ve a menudo por allí), daban a entender que ya no era ninguna niña, al menos en su cabeza. La falda de la que hablaban y que traía puesta se parecía a las de la primaria local, porque era azul marino, pero ya le quedaba bastante pequeña a unas caderas que empezaban a ensancharse. Lo que quedaba de la playera dejaba ver que ya tenía pechos.  Iba descalza, algo sucia por lo ocurrido. Sus manos hacían juego con su talla, el punto interesante es que las uñas las llevaba disparejas: las de la mano izquierda estaban cortas, probablemente a mordidas, y las de la mano derecha estaban largas, pero sucias y algo astilladas. También su cabello era extraño: color castaño cenizo, con textura de pelo de gato, ya que lucía áspero, delgado y quebradizo sin serlo. Igual que las uñas, tenía un corte desprolijo: cortos por aquí, medianos por acá y por allá… Las secciones más largas de todo esto le pasaban apenas de los hombros. Algo que no podía ver, pero sí sentir, era lo agradable de su presencia. Había visto muchos vagabundos en las calles pero ella era la primera que no le producía repulsión ni por aroma, ni por aspecto. A pesar de la tardía hora, Maya se sentía tan a gusto como si estuviera caminando con su mamá.
Jac hizo caminar a Maya por los lugares donde encontró menos obstáculos que lastimaran nuevamente los frágiles piecitos de la niña, pero al entrar ya al pueblo, con sus calles empedradas, alzó a la pequeña en brazos.
—¿Por dónde? —su voz también le resultaba curiosa, como melancólica, susurrante, silbante…
—Por allá —respondió Maya, señalando, después de pensar algunos instantes porque no conocía muy bien todo el pueblo.
—Cualquier dirección que te diga ella, ve al lado contrario —bromeó Paco, que había volado alto y estaba mejor ubicado que ellas —Vives en unas casas algo más nuevas, ¿no? Están para el otro lado.
—Perdón —susurró Maya, haciendo un pequeño puchero y sonrojándose.
No tardaron mucho en llegar al territorio conocido de la niña: Por allí el kínder, por allá la zapatería, la tienda de abarrotes, el kiosco de periódicos… Maya los iba señalando y contando anécdotas. Al llegar a la esquina desde donde se veía su casa, Maya se sacudió en brazos de la cazadora para que la bajaran, para correr a casa. Podía ver una patrulla de policía municipal alejándose de su casa y sintió algo feo en el estómago al pensar que su mamá, su papá y su hermano estarían muy preocupados por ella. No estaba muy segura de que la policía pudiera hacer algo como lo que Jac acababa de hacer para salvarla.
Y la verdad es que ni siquiera habían creído una palabra de lo que el padre de Maya había tratado de explicar. El hombre los había llamado por reflejo en el momento en el que su esposa salió corriendo de casa tras el espectro. Luego, al darle alcance, escuchar lo que ella dijo… Ni siquiera él podía entenderlo o tomarlo con seriedad. Aguantó la vergüenza de recibir las torpes burlas de los uniformados —“¡Háblele a Carlos Trejo para estas cosas!”— y la rabia impotente de no saber qué hacer para recuperar a su hijita.
La patrulla dio vuelta en la siguiente esquina en silencio y con las luces encendidas. Justo que desapareció de la vista, Maya les sacó la lengua con gesto ceñudo y corrió al jardincito de su casa.
—¡Mami, papi, Hugo, acá estoy! —gritó. La señora, abrazada por su hijo mayor, se enderezó de inmediato y los tres voltearon a verla incrédulos, corriendo sana y salva a su encuentro. Pero entonces la vieron frenar y regresarse un poco, para tomar de la muñeca a una jovencita sucia y de aspecto algo salvaje, que estaba de pie sobre la acera de enfrente y que se mostraba reacia a acercarse.
La madre de Maya, al recuperarse de la impresión, corrió a abrazar y besar a su hija, que seguía batallando por jalar consigo a su salvadora.
Lluvia de preguntas de rigor y revisión física incluida.
—Sí, mami, estoy bien, ella me salvó —dijo Maya sin soltar la muñeca de Jac— Y no me aprietes tanto, no puedo respirar…
Jac resopló y el fleco le cayó ocultando sus ojos. Cuando la mujer volteó a verla y trató de acercar la mano para darle una caricia de gratitud, la niña gruñó como un animal y retrocedió todo lo que le permitía la extensión de su brazo y el de la niña, que seguía sin soltarla y ahora la miraba desconcertada por su actitud.
—Jac —susurró Paco con precaución, invisible para los ojos y oídos de los adultos— Jac, ella sólo quiere agradecerte…
En respuesta, Jac sólo dejó de gruñir y resopló nuevamente. La mujer retiró la mano despacio y sonrió a medias con una expresión que mezclaba comprensión y compasión: En su profesión, desgraciadamente, ya había visto seres grandes y chicos muy golpeados por la vida. Lo mejor era ir despacio y expresar su enorme gratitud de otra forma.
—Dicen que las penas con pan son menos —pensó en voz alta— Vamos, cariño. Será mejor que comamos unos cocoles con leche para que se nos pase el susto y nos cuentes lo que pasó. Luego, lo mejor, será que vuelvas a la cama…
—¿Le podemos regalar un pan de nata a la niña, mami? —preguntó Maya mientras seguía a su madre a casa, habiendo soltado finalmente a Jac, que las seguía con la mirada, pero permanecía inmóvil.
—Ya están todos secos, amor. Los cocoles los compré en la tarde y están bien sabrosos. Eso y un chocolatito o leche caliente serán lo mejor…
—Jac —susurró Paco, suplicante, tirando de la manga de la camisa de su hermana: La leche era su debilidad. Jac resopló otra vez. También a ella le gustaba la leche y el pan, pero no soportaba la cercanía de la mujer que había tratado de ponerle la mano encima. Jac todavía no perdonaba ni a las monjas, ni mucho menos a Rosa y en cada mujer veía a aquéllas que le hicieron tanto daño. Una más que las otras. Sin embargo, a pesar de ya haberse comido a la llorona, tenía apetito, así que siguió despacito y manteniendo distancia, a la mujer y a la niña al cruzar la calle y se detuvo al poner un pie en el pasto del jardín de entrada de la casa, entre la parte trasera del coche estacionado y dos bolsas negras de basura. Y allí se acuclilló.
El papá de Maya seguía todo confundido, pero se acercó y levantó a su hija en brazos en cuanto la tuvo lo suficientemente cerca y la llevó dentro después de lanzar una mirada extrañada a la niña que se había quedado frente a su casa. Hugo, el hermano, también la miraba, aunque tenía otras razones: esa pequeña vagabunda tenía algo, le parecía que la había visto en otro tiempo, en otro lugar, pero no ubicaba el dónde ni el cuándo. Acabó rindiéndose de pensar después de un rato.
—Gracias por ayudarnos —murmuró Hugo con torpeza, sin acercarse. Jac apenas si alzó un poco la cara para verlo entre su cabello y susurró algo que Hugo entendió como un de nada o algo por el estilo, así que éste entró a la casa después de dedicarle una pequeña sonrisa.
En realidad, Jac había tenido la misma impresión del joven, pero ella no tuvo que pensar mucho para recordarlo: conocía a ese paramédico. Lo que susurró, tan torpemente como él fue: Igualmente.
—¿Es él, verdad? —le preguntó Paco, después de que Hugo desapareciera en el interior de la casa. Ella no respondió. Quique por su parte, se entretenía jugando con su mecate y la farola de la calle, haciéndola parpadear, aumentar su luz a todo lo que daba o apagándola hasta que la fundió— ¡Mira lo que hiciste! —gritó a su hermano— ¡Bájate de allí, Quique!
El hermano mediano golpeó la lámpara con su mecate y reventó el foco. Se enojó y la pateó porque ya no servía y luego se dejó caer sin aletear al vacío, hacia las bolsas de basura. Su hermana trató de atraparlo por mero reflejo y acabó usando las bolsas de colchón. Quique rió a carcajadas y Jacinta lo levantó por las axilas tratando de mostrarse enojada, sin embargo, acabó abrazándolo fuerte, sujetándolo después bajo el brazo derecho y le frotó la cabeza con los nudillos de la mano libre, hasta recibir un chispazo de contraataque. Quique se zafó del agarre y se le fue encima entre carcajadas, derribándola de espaldas, abrazándose muy fuerte y luego mordiendo su cuello, su hombro… Jac resistió el castigo en lo posible, pero cuando los dientitos de Quique le abrieron una herida en el pulgar, no le quedó otra que sacudírselo sin mucho tiento y regañarlo. El niño hizo un berrinche y pateó la bolsa más cercana.
—¡No, grosero! —gritó Paco. La bolsa de basura se había roto y regado su contenido, que resultaba ser papel, bolsas de plástico, envoltorios y ropas viejas. La cazadora arqueó las cejas con curiosidad y se acercó a ver qué podía encontrar que le fuera útil. Ciertamente ya no podía continuar con la ropa que llevaba.
Metió mano y sacó todo lo que fuera de tela. La mayoría de todo aquello eran piezas descabaladas de disfraces infantiles, trozos de tela que habían sobrado del ajuste de una prenda mayor, un mantel, algunas sábanas, un suéter deshilachado y enredado, algunas playeras y un traje de baile folklórico cuya blusa blanca estaba quemadísima por la plancha, pero la falda, color lila con microscópicas florecitas blancas y de gran vuelo, fuera de algunas manchas y desgarrones, estaba en buenas condiciones.
—Jac, eso está enormísimo para ti —comentó Paco mientras veía a su hermana poniendo la prenda aparte y revisaba las playeras, ignorándolo un poco.
La chica encontró una playera blanca que simplemente había sido desechada por tener la tinta de serigrafía algo descolorida.
Sin pena ni gloria, Jacinta se desprendió de lo que quedaba de su anterior playera y se puso la nueva, que le quedaba hasta las rodillas de larga. La falda también, en efecto, le venía demasiado grande, pero eso lo resolvió subiéndose la cintura de la prenda hasta por arriba del pecho y usando las cintas que servían para ajustarla a la cintura como tirantes. Con la playera por encima ocultaba el tamaño real de la falda, que ahora arrastraba un poco por el suelo por detrás.
—Ya creceré un poco, espero —susurró Jacinta más para sí que para su hermano. Se sentía cómoda con lo que había escogido. La tela de la falda era buena, gruesa, resistente. No tendría que preocuparse en un buen rato de cambiarla. Aún así, todavía conservó puesta debajo la prenda anterior. Pensaba probar qué tal le funcionaba la prenda nueva y no quería quedar expuesta en caso de tener que deshacerse de ella. Hacía no mucho que otro encantador congénere había llegado al punto de desgarrarle la ropa interior y de momento no tenía nada más que la supliera.  
            Cuando la madre de Maya salió con un platón grande con varios cocoles, una jarra de barro llena de leche con chocolate y algunos vasos de unicel, se encontró a la cazadora con piezas de ropa que ella había desechado esa tarde, cerrando la bolsa con algunos nudos.
            Al sentir la mirada de la mujer sobre ella, Jacinta volteó hacia la enfermera y se alejó lentamente de la bolsa, como una especie de animal pescado en falta. Sin embargo, la señora, que ahora llevaba una sudadera y una bata sobre el camisón, así como un par de tenis blancos y viejos a modo de pantuflas, se limitó a depositar el platón sobre una maceta alta sin vegetación que había al lado de la puerta y sonrió con cierta timidez.
            —Jamás podré agradecerte lo suficiente por lo que has hecho por nosotros esta noche —dijo— Salvaste a mi bebé y me la devolviste. No puedo expresarte lo mucho que… —perdió las palabras. Estaba tan agradecida que se sentía rebasada— Si hubiera algo, además de la comida o ropa que pudiera hacer por ti…
            Jacinta negó con la cabeza, con los ojos entornados, sin mirar a la mujer directamente a la cara. Había superado muchos obstáculos desde que vivía en las calles, pero hablar ante una persona adulta todavía escapaba por mucho a su capacidad. Aún se sentía intimidada por ellos.
            La mujer quiso invitarla a pasar la noche en la casa, adentro, pero Jacinta negó enérgicamente con la cabeza: El haber pasado casi toda su vida hasta hacía relativamente poco entre cuatro paredes, le había causado fobia a los espacios abiertos, pero ahora, con el cambio de niña a cazadora de lloronas, el estar entre las cuatro paredes de una casa era lo que le producía mucha más aprehensión. No es que se hubiera vuelto claustrofóbica, de hecho le gustaba todavía ocultarse en lugares realmente pequeños y estrechos, como cajas, madrigueras y cosas así, siempre y cuando éstos escondites estuvieran en el exterior, en lo salvaje, por decirlo así…
            —Al menos entonces —dijo la señora— podrías pasar la noche en nuestro jardín —Jacinta se encogió de hombros, como si dijera: Si quiere…— Te traeré unas mantas mientras comes.
            Jacinta nuevamente se encogió de hombros, aunque, efectivamente, en lo que la mujer desaparecía en el interior de su casa, Jacinta se plantó ante los cocoles y la leche con chocolate.
            Fue entonces que tanto ella como Paco se fijaron en algo: la señora había puesto servicio para tres exactamente.
            —¿Crees que pueda vernos? —susurró Paco, ya no tan seguro de su invisibilidad de fantasma. Miró a su hermano Quique con reprobación, pues éste ahora jugaba con los faros del automóvil familiar. Jacinta se apresuró a tomarlo en brazos y catafixiándole el mecate por un cocol para impedir más destrozos.
            —¿Importa demasiado? —respondió Jacinta, restando importancia a la situación y separando los vasos para servir el chocolate— Juana y Elena dicen que a veces pasa, aunque no sea muy común. Como sea, se olvidarán de todo en cuanto nos vayamos mañana.
            —¿Realmente vamos a quedarnos? —preguntó Paco mientras revoloteaba para tomar su vaso y un cocol.
            —Estoy cansada y aunque cerraste mis heridas, los brazos y las piernas me están doliendo por el esfuerzo. Necesito recuperar fuerza. Además, no tenemos nada mejor que hacer hoy, o mañana, o pasado…
            —Supongo que tienes razón, no perdemos nada —coincidió Paco, con la boquita llena de pan— Si algo nos sobra ahora, relativamente, es el tiempo —concluyó, mientras le daba un sorbo a su chocolate caliente. Su carita de circunstancias se cambió inmediatamente por una de tierno placer infinito al degustar la bebida. Jacinta se mordió los labios para contener su sonrisa y lo rodeó con el brazo para acercarlo a su pecho un momento.
            Jacinta ya no dijo más. Se dedicó, como Paco, a un cocol, a su parte de chocolate y en atender a Enrique, que no tenía problemas para mordisquear el pan,  pero sí para beber del vaso sin hacer un reguero.
            Cuando acabaron con el contenido de la jarra y de la bandeja —Jacinta sólo comió un cocol, pero sí dos vasos de chocolate— la mujer regresó con unas cobijas, que extendió al lado de la puerta, justo debajo de la ventana de la salita, sonrió nuevamente a la cazadora, le deseó buenas noches y se metió a su casa.
            Jacinta demoró un poco en tumbarse en su improvisado lecho. Cuando lo hizo, se acostó por encima de las dos cobijas, sin cubrirse, tendida panza-arriba y recta como un soldado. Así permanecería toda la noche. Se durmió rápido, con Paco acurrucado a su lado izquierdo, dentro de su cántaro y con Quique sobre su estómago, aferrado a su mecate y chupándose el pulgar.
            Permanecieron así una hora o dos al menos. Luego, cuando Paco estuvo seguro de que los otros dos estaban bien dormidos, fue que se levantó y voló por encima de la casa para irse a posar en una banca en el jardincito trasero de la casa.
            La verdad era que Paco era, de los dos tlaloques, el más consciente de su condición, de sus manitas heladas eternamente, de lo muy diferente que era comparado a otros niños y encima, el hecho de que sólo ellos y los animales eran capaces de verlo y comunicarse con él. Aunque le encantaba comer y tomar leche en compañía de sus hermanos, dormir en el regazo de su hermana, la cosa era que ya no le resultaba de vital importancia. Todo eso era un gusto y una costumbre nada más.
            —Bueno —susurró para sí— al menos los adultos ya no pueden hacerme daño ni agarrarme por sorpresa…
            La maestra tlaloque, Mai, le había enseñado muchísimas cosas sobre el manejo de su cántaro y había otras que él había ido experimentando por sí mismo no sólo con su inseparable herramienta de trabajo, sino con su propio cuerpo.
            Miró la palma de su mano pequeñita y flexionó los dedos un par de veces para luego girarla para contemplar el dorso de la misma. Frunció levemente el ceño, algo concentrado y luego, de súbito, cerró la mano en puño: del antebrazo surgieron media docena de afiladas espinas de hielo. Al relajar el brazo, éstas se replegaron y desaparecieron como si nunca hubieran estado allí.
            —¡Guau! —dijo de pronto una vocecita a sus espaldas. Paco pegó un respingo enorme. Era la pequeña Maya. Paco suspiró para calmarse con una mano en el pecho.
            —¿Qué no deberías estar dormida? —Preguntó— Por si no te acuerdas, tus problemas empezaron justo por eso…
            Maya se rió tapándose la boca con la mano sin hacerle caso y se sentó a su lado en la banca al lado de la puerta trasera. Después de unos segundos de duda, la niña le dio un empujoncito en el hombro desnudo. Abrió los ojos como platos.
            —¿Por qué estás tan frío? —dijo Maya. ¿Escuchaste al menos una palabra de lo que te pregunté, niña?, pensó Paco a su vez.
            —Estoy muerto —soltó Paco, como si fuera lo más tonto y obvio del mundo. Se produjo un silencio entre ambos, durante el cual Maya pareció tratar de asimilar las palabras del tlaloque, mientras que Paco, algo desconcertado e incómodo, sólo por hacer algo, llenó su cántaro y se puso a preparar más agua curativa para su hermana.
            —¿Qué haces? ¿Cómo llenas eso? Te vi sacar el agua de allí para curarme mi piecito, y los rasponcitos de tu hermanita… ¿Cómo lo haces?

            Paco la miraba de reojo sin desconcentrarse de su tarea. Agregaba hojas y algunas otras cosas a su jarro.

            — Extraigo ciertos componentes curativos que necesito de estas plantas junto con la humedad que poseen, lo mezclo con el agua que puedo hacer brotar de mi cántaro para hacer un concentrado capaz de cerrar las heridas que mi hermana recibió. Es algo que podemos hacer los tlaloques de agua, ya que el jarrón de alguna forma es capaz de condensar la humedad que ya existe en el ambiente con gran rapidez y reunirla en el interior de éste… Al menos eso es lo que he podido deducir en todos los años que llevo practicando… —al darle una nueva ojeada, se la encontró con la boca abierta, pasmada.

            —¡Guau! —Había dicho Maya después de un momento de silencio—. Eres un niño muy chiquito y listo. Mi primito está como tú y sólo sabe decir algunas palabritas.

            — La verdad –dijo Paco, poniéndose rojo—, la verdad es que, según mis cálculos yo debo poseer poco más de tu edad… Digo, de haber vivido —entonces hizo algo que había descubierto cómo hacer en los Días de Muertos: juntó su energía, se concentró muy bien y entonces, su cuerpo entero, desde la punta de los dedos, hasta la de cada una de las plumas en sus alas, se estiró, revelando así la forma que tendría a sus ocho años. Para su sorpresa, Maya aplaudió.

            —¡Qué bonito! Parecías querubín, ahora eres un angelito, como los dibujos que veo en la escuela dominical.

            Era una niñita simple que no se llenaba la cabeza con problemas más grandes que ella, en pocas palabras, era una niñita estándar, normal. Iba al kínder, jugaba en el parque, no le gustaban los hongos, ni la cebolla, ni las pasas…

            Difícilmente entendía lo que Paco le decía, pero lo intentaba con ganas. No dejaba de hacer preguntas.

            Él hizo todo lo posible para ajustarse al nivel de ella, pero por alguna razón le era difícil ver el mundo desde la sencilla perspectiva de esa niñita. Todo era rosa para ella. A pesar de todo le resultaba agradable olvidarse de su realidad de costumbre.

            Maya hablaba como avalancha, era imaginativa, incoherente, aún trastabillaba con las palabras largas… su vocabulario era reducido, lleno de diminutivos, de fantasía. Paco se dio cuenta entonces del océano de diferencia que había entre ellos y el hecho de que, de haber continuado vivo, no habría sido un niño normal.      
            Maya sólo pensaba en una cosa en ese momento: jugar. Seguía demasiado alborotada como para dormir y usó toda su necedad para conseguir que Paco dejara el cántaro y le hiciera segunda.
            El tlaloque era introvertido y reservado en su mayoría, pero cuando se despertó su naturaleza infantil, fue poco lo que pudo hacer para contenerla.
            —Maya —dijo con el semblante aún serio.
            —¿Qué? —respondió la niña, casi habiéndose dado por vencida. Una sonrisa le iluminó el rostro al sentir la fría mano del tlaloque dándole un empujoncito en la nariz.
            —¡Tú las traes! —y escapó como una centella hasta el otro extremo del jardín trasero. Esta vez, Maya llevaba sus pantuflas y no había vidrios a los qué temer. Corrió feliz de la vida tras el tlaloque, que la esquivó con facilidad.
            —¡Olé! —bromeó Paco. La maniobra se repitió muchas veces, para encanto de la niña, pues Paco parecía ligero como una pluma y saltaba por encima de ella sin dificultad alguna, al menos hasta que Maya se cansó de perder siempre y empezó a reclamar.
            —¡No se vale, no se vale! —gruñó— ¡Estás volando todo el tiempo! Yo no puedo volar…
            Paco giró los ojos en redondo y se posó a pocos metros de Maya, que aplaudió por ese pequeño triunfo y las cosas cambiaron de lugar:
            Paco no caminaba y mucho menos corría a menudo, pues había muerto muy chiquito y se había acostumbrado pronto a las alitas grises y a dar saltitos de gorrión por aquí y por allí. Caminando era realmente, realmente torpe.
            Después de una hora o dos de caídas y tropezones, Paco se dejó caer de panza sobre el césped y Maya, al grito de ¡Bolita a Paquito! Se le dejó caer sobre la espalda sin mucha delicadeza. Como Paco no estaba acostumbrado a esos juegos, ni a la sensación de que le cayeran sobre la espalda, simplemente no lo sintió. Su sentido del tacto estaba directamente ligado al de la vista. Si no lo veía, no lo sentía y ya, pero sí percibía el aliento de Maya sobre su cuello, relajándose lentamente. Ya estaba exhausta y le pesaban los párpados.
            —Son casi las dos de la madrugada, Maya —susurró Paco.
            —¿Cómo lo sabes? —respondió Maya en tono somnoliento, conteniendo apenas un bostezo.
            —Aprendes algunas cosas así cuando pasas mucho tiempo en la calle y sin reloj —rió Paco con suavidad— ¿Sabes? Tal vez deberías quitarte de mi espalda o pescarás un resfriado.
            Viendo que Maya dejaba de responder, Paco no vio de otra que convertirse en vapor para dejar que la niñita, poco a poco, atravesara su cuerpo hacia el césped. El rocío que Paco había producido sobre la vegetación hizo a Maya estremecerse de frío.
            —Vamos, dime dónde queda y te guiaré a tu cuarto —susurró Paco para no despertarla del todo.
            Con esfuerzo, Maya se puso de pie y Paco se pasó uno de los delgados brazos de la niña por encima de su cuello y con la otra mano, la sujetó por la cintura del camisón.
            Poniendo todo el cuidado del mundo en los torpes pasos que no solía dar, Paco guió a Maya por la planta baja hasta la escalera y de allí hasta su habitación, que no era muy diferente a la mente de la niña: Princesas, rosa y disfraces por todos lados. Lo único que desentonaba era la cama, pues era una litera color rojo vino, con una tercera cama oculta hasta abajo.
            —Cama de en medio…
            —Claro, debí saberlo —bromeó Paco entre susurros. Era la única cama tendida y llevaba un edredón de princesas y ponis. La malvada ventana, ahora cerrada, ocupaba un tercio del costado de la litera y daba al frente, a la calle principal — ¿Por qué tanta cama?
            —Tío Brandon, mi padrino o mis primas a veces se quedan aquí —susurró Maya, más para allá que para acá.
            Cuando estuvo instalada bajo las mantas y Paco se disponía a salir en silencio, Maya lo retuvo de la muñeca.
            —¿La llorona ya no me va a llevar? —preguntó.
            —No, ya no —respondió Paco, sentándose en el borde de la cama— Puedes dormir tranquila.
            —¿Paco?
            —¿Sí?
            —Gracias por salvarme y por jugar conmigo… —fue lo último que susurró Maya antes de caer profundamente dormida esta vez.
            -o-
Al día siguiente, no mucho después del amanecer, después de unas rondas más de leche con chocolate y huevo con salchichas —estas últimas, Jac sólo espulgó las salchichas y dejó el huevo—, se dio la despedida.
            Paco le dio un empujoncito a Jac cuando la madre de Maya, nuevamente, trató de acercar su mano para estrecharla y agradecerle por última vez. A regañadientes, Jacinta extendió la mano izquierda, dio un rápido apretoncito a los dedos de la mujer, dio media vuelta y se alejó corriendo.
            La mujer, aunque antes había percibido el alboroto de los tlaloques alrededor de la niña cazadora, ahora podía verlos, aunque hizo un gran esfuerzo en disimularlo.
            Muy difícil, de hecho, ya que cuando Maya gritó, agitando la mano en despedida para el ser alado más chiquito con un ¡Hasta luego, Paco! , éste, con una sonrisa algo falsa de la que la niña no se percató, respondió con claridad:
            —Adiós, Maya —sin poderlo evitar, sintió un nudo en la garganta y se abrazó a su hijo mayor, pasándole también el don de ver a los pequeños fantasmas. Al escucharlo tomar aire súbitamente, le cubrió la boca con los dedos para que callara.
            Adiós, Maya, pensó Paco mientras se alejaban por la calle. Crece y olvida que nos conociste. Espero poder verte algún día. Sólo uno debe recordar este encuentro…