Esto sólo es con el fin de retomar la escritura y deshacerme de mi perfeccionismo tóxico al escribir.
Por lo tanto, esto estoy trabajando en "versión tonta" y agradeceré sus críticas constructivas del texto.
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De noche, por los pasillos de lo que parece una enorme mansión colonial con algunos detalles de arte mesoamericanos por aquí y por allá, una sombra esbelta y no muy alta se escabulle, siguiendo una luz blanquecina que acaba de dar vuelta a la esquina en el extremo del pasillo.
La sombra se retuerce en un
rincón, se vuelve pequeña como un gato y corre al lugar por donde dio la vuelta
“aquella cosa brillante”. Se escurre con la barriga pegada al suelo para atravesar
el pasillo iluminado por una luna enorme. Al fondo de ese nuevo corredor que
está oscuro, es más distinguible que aquello blanco es un cuerpo de mujer. El
joven ocelote se oculta de ella en el amplio umbral de una puerta. La luz de
luna le cae a plomo sobre su piel moteada, pero la mujer está lejos y de
espaldas, así que no lo ve, siguiendo su camino.
El cuerpo del ocelote se retuerce
un poco, se estira y al cabo de unos segundos, se ha trasformado en un niño no
mayor a doce años, de piel morena y ojos negros, vestido con un pijama térmico
color azul. Va descalzo. Se asoma con cuidado al pasillo, pero sólo puede
distinguir un borrón blanco a lo lejos, vuelve a ocultarse, como insultándose a
sí mismo por lento.
—Ándale, pendejo, se nota que
pasaste la materia de panzazo —se riñó a sí mismo. Se arremanga el brazo
izquierdo, donde lleva una muñequera de cuero con varios dibujos en él. Da un
golpecito en una pequeña placa metálica que hay en el centro y al momento siguiente,
tiene unos lentes ovalados en la mano derecha. Los limpia rápidamente con la
camisa y se los pone antes de volverse a asomar.
La mujer está allí al fondo, detenida
frente a la vitrina del periódico mural y el niño percibe dos cosas: una es la
exuberante belleza de la traslúcida mujer de blanco con cabellos flotantes que
mira los afiches sin gran interés, la segunda cosa es descubrir su propio
reflejo y el brillo delator del armazón de sus lentes en el vidrio.
Se oculta rápidamente otra vez en
el umbral de la puerta, deseando no haber sido visto, aunque tiene toda la
certeza de que sí lo fue.
Trata de transformarse nuevamente
en ocelote, pero está muy turbado como para conseguirlo. No sabe cuánto tiempo
ha pasado, pero sí que es más de lo que esperaba. No se anima a salir corriendo
y el miedo no lo ayuda a pensar con claridad. Ella podría estar a dos pasos de
él o en el techo. ¿Qué hacer, qué hacer?...
De repente, en medio del
silencio, percibió una voz conocida:
—¿Qué te dije sobre andar de vago
en esta noche del año, chamaco méndigo? Y ni te atrevas a echarme el choro,
porque estas bien pinche lejos del baño… Seis pisos, ni más ni menos…
El estómago del chico se retorció
a medio camino entre el alivio y el estrés simultáneos: mamá estaba allí. O lo que
es lo mismo, la maestra Záa, haciendo la ronda de los dormitorios.
“Soy el niño de Sröedinger…”,
pensó él, mientras salía cabizbajo y resignado de su escondite.
–¡Y encima, descalzo! —el niño
cerró los ojos con una mueca ante la bronca. Aún con la cabeza gacha, vio las
puntas de los zapatos y el borde de la falda larga y roja de su madre.
Supo que algo iba terriblemente
mal cuando en vez de sacudirlo levemente por la pechera de la camisa, con falsa
rudeza, lo asió con fuerza y lo levantó como si él no pesara prácticamente
nada.
Esa no era la maestra Lucía,
aunque se veía y sonaba como ella… por el borde del ojo el niño vio solamente
su propia sombra suspendida en medio de la puerta cerrada.
Las manos se habían vuelto garras
renegridas y ásperas y el resto del cuerpo se iba distorsionando hasta
convertirse en una mala copia de su madre.
—No te lo volveré a repetir,
bombón… —la llorona echó para atrás la mano libre, preparándose para
despedazarle el pecho al chico, que se había paralizado por completo.
Repentinamente se escuchó un
maullido ronco, unas garras arañando el suelo y el niño calló al suelo de un
poderoso empellón.
—¡Quítale las garras de encima a
mi hermano! —gruñó otra voz familiar, pero esta vez, no había pierde: su
melliza era más fuerte espabilada en combate que él, al estar permanentemente a
medio transformar en jaguar.
Aun habiendo perdido sus lentes,
el niño descubrió que su hermana había quedado justo en el lugar de él. La
llorona, furiosa, pegó un chillido que aturdió los finos oídos de la niña, la
levantó como antes había hecho con el niño y esta vez, sin más preámbulo, le
encajó la garra libre debajo del esternón.
—¡Jaguara!